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Capítulo 1:
La deconstrucción del falso Yo

Duración : 1h 20

Contenido

Nunca es demasiado tarde.

Todo sistema interno, todo esquema de creencias, por más arraigado que esté, puede reconfigurarse en el momento en que se comprende, se acepta y se digiere.

Solo hace falta iluminar los mecanismos equivocados, hacerlos conscientes para que se desmoronen por sí solos, y después reemplazarlos por bases más sanas, más justas, más luminosas.

Es justamente lo que me propongo compartir contigo aquí, en estas palabras.

/
Yo diría simplemente: transmutar lo inconsciente en consciente.
Cada uno lleva dentro contenidos distintos en su inconsciente, y es justamente eso lo que nos hace únicos… y lo que nos lleva a elegir caminos diferentes.
«Sano, justo y luminoso» implica que existiría un camino contrario.
No lo creo.
Para mí, solo existen caminos que traen más paz interior, en la aceptación plena de uno mismo.

hipnosis colectiva y manipulación  |  cadenas invisibles del sistema  |  medios y propaganda moderna  |  el miedo como herramienta de control social  |  mentiras institucionales  |  salir de las creencias condicionadas  |  desobediencia consciente  |  recuperar el poder interior  |  ilusión del tiempo y del trabajo  |  educación y formateo de las mentes  |  religión y miedo a lo divino  |  libertad individual y soberanía espiritual

Contenido del capítulo 1

Un mundo moldeado por el miedo

Desde la infancia, una matriz invisible se impone.
Una red de creencias, prohibiciones y esquemas mentales, sutilmente tejida alrededor de cada individuo.
Lo que muchos llaman la Sociedad o el Sistema se sostiene en realidad sobre una base de miedo.
Miedo a la falta, miedo al otro, miedo al futuro, a molestar, a ser rechazado, a no ser amado, miedo de uno mismo.
Miedos por todas partes.

Ese miedo no es una simple emoción pasajera: se ha vuelto estructural.
Los gobiernos y poderes que rigen este mundo han construido sus imperios sobre él.
Instituciones, religiones, medios, sistemas educativos, gobiernos: todos participan, voluntaria o involuntariamente, en el mantenimiento de este miedo fundamental.
El miedo como combustible, el miedo como herramienta de docilidad.


/
Yo iría aún más atrás: antes del sistema, están los humanos.

Estas estructuras que llamamos «gobiernos», «instituciones» o «medios» no son entidades autónomas, son el reflejo de la conciencia, o de la inconsciencia, de las personas que las componen.

Esos hombres y mujeres hacen, la mayoría de las veces, lo mejor que pueden dentro del condicionamiento en el que también nacieron.
Reproducen esquemas, muchas veces sin darse cuenta, como una herencia invisible transmitida de generación en generación.

Por eso el verdadero cambio no está en atacar un sistema impersonal, sino en volver al individuo.
En la toma de conciencia personal.
Porque detrás de cada estructura se esconde un conjunto de historias humanas, y cada transformación interior abre el camino a una transformación colectiva.
Cambiar el mundo siempre empieza por cambiar la manera en que nos encontramos con nosotros mismos.

El consumo desenfrenado, la producción excesiva, los dogmas religiosos, los dictados políticos o sociales, todo converge hacia un mismo objetivo: mantener las conciencias en un estado de semi-sueño.
No es una conspiración en la sombra, sino una maquinaria bien aceitada, con siglos de antigüedad.
Se apoya en pilares: desinformación, distracción, división.

Muchos todavía creen que los gobernantes actúan por el bien común.
Que los elegidos encarnan la sabiduría.
Que los medios cuentan fielmente la verdad.
Pero todo esto no es más que un teatro cuyo objetivo no es elevar a la humanidad, sino canalizarla.

La sociedad, tal como funciona hoy, no valora al ser humano en su soberanía, sino en su capacidad de producir y consumir.
Desde la escuela, las mentes son formadas no para pensar, sino para obedecer.
Para entrar en moldes.
Para volverse «útiles» en engranajes bien aceitados.
La salud se ha convertido en una industria.
El bienestar, en una mercancía.
La ignorancia, en un negocio rentable.
Incluso la espiritualidad, en algunos casos, es explotada para alimentar mercados.


/
¡Ni miedo, ni nada!

Pues sí: no tengo seguro de salud ni de accidentes desde hace 15 años.
Y mis hijas tampoco.
Y no, no es un error administrativo.
Es una decisión consciente.
¿Por qué?

Porque confío en mí.
Confío en mi cuerpo, en su inteligencia natural, en su capacidad de repararse si lo escucho, si lo amo, si lo respeto.
Y entre nosotros… si no hago locuras, ¿qué me puede pasar?
No me tiro borracho de una moto a las 3 de la mañana, no hago backflips en una piscina vacía, y no voy a nadar con filetes atados a las piernas en un mar lleno de tiburones…

Así que, sinceramente… riesgos mínimos.
Aun andando sin casco y descalzo en Tailandia.

Pero ya los veo frunciendo el ceño, manos en la cintura:
«¿Y si te enfermas?»
Ah, el famoso «¿Y si…?», el gran clásico de la mente ansiosa.

Pues no, en mi casa los "y si" no entran.
Se quedan en la puerta, junto con sus amigos los «quizás» y los «por si acaso».
Yo les digo con calma:
«Gracias, pero hoy elijo la confianza.»

¿Y adivinen qué? Nunca me pasa nada (malo, negativo).
Porque así lo decido.

Hace tiempo noté que entre lo imaginario y la realidad, siempre gana lo imaginario. Imaginamos cosas que nunca pasan. No podemos evitarlo…
Así que sí, se necesita un poco de valor, una pizca de locura, y mucha presencia en uno mismo. Pero también de eso se trata liberarse del miedo:
Creer que es posible vivir… sin ansiedad de vivir.

/
Para mí, ir más allá de «elegir la confianza», es aceptar que si algo sucede, es porque forma parte de mi camino.
Entendí que resistirse a la idea de un evento es a veces menos poderoso que imaginar lo peor… y estar en paz con ello.

Se volvió un reflejo: antes de cualquier acción arriesgada, me pregunto «¿Cuál es lo peor?».
¿Morir? Ok.
¿Herirme gravemente? Duele, pero ok.
¿Perder algo? También ok.

Al aceptar todos esos desenlaces, le quito al miedo su poder.
Sé que mi trayectoria es la correcta, sin importar la forma que tome.

/
¡Qué bonito eso, cariño!


La ilusión del cuidado: una sociedad que prospera con la enfermedad

Un sistema de bienestar que dice querer tu bien, pero que se derrumbaría si cada uno recuperara de verdad su plena salud…

Ahí está toda la contradicción.
¿Qué pasaría si cada persona se volviera realmente autónoma en su salud?
¿Si los remedios naturales volvieran a ser la norma?
¿Si el cuerpo fuera escuchado, cuidado, acompañado?
Las plantas medicinales fueron durante mucho tiempo prohibidas, los sanadores perseguidos, los saberes ancestrales borrados.
La historia está llena de ejemplos de mujeres quemadas vivas por saber curar con plantas.
Las hogueras de la Inquisición no apuntaban al diablo, sino a la libre sabiduría.

Aún hoy, una población sana amenazaría sectores enteros de la economía mundial.
Hospitales, clínicas, laboratorios, seguros, farmacias: ¿qué serían si los cuerpos dejaran de sufrir?
¿Si la alimentación volviera a nutrir de verdad?
¿Si las emociones fueran acogidas y comprendidas, en lugar de reprimidas?

La obsesión por la salud esconde en realidad una dependencia organizada hacia la enfermedad.
Hay que ir al médico.
Hay que tomar medicinas.
Hay que creer en la química, incluso cuando no cura nada (cánceres, quimios), pero mantiene los síntomas.
Porque detrás de las pastillas hay facturación.
Detrás de las campañas de prevención, intereses geopolíticos.
Detrás de los lemas tranquilizadores, enormes intereses económicos.


/
Como dices, el problema no es ni siquiera la enfermedad en sí, sino el lucro.
Todo lo que sirve al lucro es amplificado, explotado… hasta el abuso.
La enfermedad no es más que un síntoma visible de una causa más profunda: el endurecimiento de un ego comprimido, deformado por la avaricia.


Los engranajes de la sumisión

Desde muy pequeños, se marcan los referentes: hay que portarse bien.
Obedecer.
No molestar.
Respetar las figuras de autoridad.
Temer el castigo.
Ajustarse a la norma.
Entrar en el molde.

¿Pero quién dibujó ese molde?
¿Y por qué tendríamos que encajarnos en él?

Las escuelas no son templos del despertar, sino centros de ajuste.
Allí se aprende a ser eficiente, competitivo, “útil”.
La autonomía, la creatividad, el pensamiento crítico quedan marginados.
El marco es estrecho.
Quienes se salen demasiado son catalogados como «problemáticos».


/
Yo era uno de ellos.
Siempre al fondo de la clase, riéndome con los amigos.
O era demasiado fácil, o demasiado aburrido.
O el profe era tan… soso y sin pasión ni inspiración.

Mi madre me pedía “al menos la media”.
Ese era mi objetivo. Sin otra motivación.
Mi única emoción: el deporte y los trabajos manuales.
¿Alemán? Ni hablar.
¿Las mates? Fáciles pero aburridas.
¿Historia? Aprender nombres y fechas… qué pereza.
Me dormía a menudo por las tardes, luchando por mantener la cabeza erguida.

Hoy puedo decir que la escuela no me sirvió de nada.
Mis trabajos los aprendí en la práctica, y luego me volví autodidacta en lo que me apasionaba.

/
¡Autodidacta! Eso es esencial resaltarlo.
Siempre terminamos aprendiendo lo que nos apasiona.
El verdadero reto es explorar, descubrir… y atreverse a seguir esas pasiones hasta el final.

/
Saber eso tan joven es una verdadera suerte.
Nuestro padre nunca nos obligó a estudiar algo que no nos correspondía a los 18 años, al contrario de la mayoría de los padres de mis amigos.
En ese gesto tan puro y libre, vi una invitación a encontrar mi propio camino.

Me regaló tiempo, experiencias y recuerdos llenos de vida.
Siempre ahí para guiarme sin imponerme nada, me permitió, naturalmente, descubrir un área que me apasionaba.
Al ver mi entusiasmo, me abrió las puertas para que me lanzara de lleno.

Cuando miro el recorrido de algunos de mis amigos, me doy cuenta de la suerte que tengo, a mis 24 años, de estar en unos estudios que me apasionan.
Creo que si me hubieran puesto en una escuela de negocios por defecto, habría sido mediocre, sin ambición, los años habrían pasado sin sabor.
Mi nivel habría bajado, igual que mi autoestima.
Y poco a poco me habría deslizado, en silencio, fuera del campo de todos los posibles.

Las religiones prometen una salvación en la otra vida, pero pocas invitan a abrazar la divinidad aquí y ahora.
Ellas también imponen dogmas, obligaciones, miedos: infierno, condena, exclusión.

Incluso la noción del tiempo está condicionada: hay que tener una carrera, una casa, hijos, una jubilación.
Y sobre todo, no salirse de ese programa.
Porque cualquier desviación es sospechosa.
Toda originalidad se vuelve una amenaza.


Deconstruir las creencias

Liberarse empieza con un acto simple y revolucionario:
Cuestionar.
Preguntar.
Dudar.
Desprogramarse.

El COVID dejó al descubierto muchos mecanismos.
Durante ese periodo, el miedo se coló en todas partes.
Fue un revelador.
Algunos cedieron, otros resistieron.
La elección fundamental: seguir el miedo o abrazar el amor.


/
¿La fe?
Sé que esta palabra puede asustar, tanto ha sido recuperada y deformada por la religión.
Pero en este contexto, me parece más justa.

El amor, aquí, suena demasiado vago; la fe, en cambio, implica un compromiso interior, una dirección elegida a pesar de la incertidumbre.

Esta crisis expuso las incoherencias del sistema.
La fragilidad y la corrupción de los dirigentes.
El oportunismo voraz de los industriales.
La sumisión de las instituciones.
La reacción negativa de las masas.

Fue también un tiempo de despertar para algunos.
Un punto de giro.
La oportunidad de salirse de los esquemas y decir: «No.»

Rechazar la sumisión, rechazar el miedo, rechazar las órdenes contradictorias.
Fue también el momento de entender lo vulnerable que se vuelve el sistema a medida que se digitaliza.
Cuando todo se vuelve digital, las fallas se multiplican.
La ilusión se vuelve más fácil de manipular.


/
Lo digo con calma, pero sin rodeos:
Estoy agradecido por los dos años que viví durante el Covid.
Sí, agradecido.
Porque fue, para mí, un verdadero revelador.
Un momento de giro.
La ocasión de abrir los ojos, plenamente, sobre lo que pasa detrás del telón.

Vi hasta qué punto los valores humanos podían tambalear frente al miedo.
El miedo a perder un empleo.
El miedo a dejar de recibir subsidios.
El miedo de los “importantes” a desaparecer de las pantallas, a ser borrados de la escena, a ser eliminados de la importancia social.

El miedo, en todas partes.
En todas sus formas.
Y vi cuánto puede dominar, hacer doblar, hacer callar.
Fue duro. Intenso.
Pero también apasionante. Instructivo.
Un acelerador de conciencia.

Y para ser claro: no, no estamos vacunados. Ni yo, ni mis hijas.
Y no es solo una elección de salud.
Es una postura interior. Una coherencia.
Una fidelidad a lo que sentimos justo, en lo más profundo de nosotros.

/
Me surge una pregunta: ¿cuáles son tus miedos, los tuyos?
Juzgas al miedo, pero quizá sin reconocer siempre su valor.
El miedo no es el enemigo: es una guía.
Muestra dónde están nuestros límites, nuestros apegos, nuestras zonas de sombra.

El verdadero poder no está en eliminar el miedo, sino en saber manejarlo.
Aprender a escucharlo, a entender qué quiere proteger… y decidir si eso aún sirve a nuestro camino.

Dejarse guiar por los miedos puede convertirse en un juego interior, una danza con uno mismo.
Una forma de explorar nuestras profundidades sin dejar nunca que el mundo exterior nos imponga miedos que no son los nuestros.

/
¿Mis miedos?
Pues… pensándolo bien…

En lo que a mí respecta, realmente no los tengo.
El futuro, OK,
el dinero, OK,
Mi cuerpo y/o la enfermedad, sin problema,
La vejez, tampoco.

Pero tengo uno… y los involucra a ustedes.
El miedo a perderlos, a que les pase algo.

A veces es más fuerte que yo.
Cada vez que pienso que algo podría pasarles, respiro, intento soltar, y sobre todo… confiar.
En el Universo.
Y me digo que su madre, allá arriba, vela por ustedes, que no están solas.
En eso confío plenamente.

Entonces… la paz regresa.

/
El Covid fue un tiempo muy revelador.
Sabiendo lo que realmente se jugaba detrás de esa famosa pandemia, los tres decidimos no vacunarnos.
En esa época, significaba vivir con falsos pasaportes sanitarios…

Cuando se lo contaba a mis amigos, que tenían 20-21 años, la reacción era a menudo de burla: me llamaban conspiranoica, cuestionaban mis fuentes, decían que hablaba tonterías…

Con el tiempo, los años pasaron, y conocí a nuevas personas, en diferentes países, que habían seguido su intuición y tomado las mismas decisiones que yo.
Esos intercambios me dieron un cierto alivio: no estaba sola en ver las cosas de otra manera, yo también, a mi corta edad.

Y hoy, algunas personas de mi entorno de entonces, al tomar distancia, al crecer, al descubrir poco a poco lo que realmente había detrás de esta historia y el contenido de esas vacunas, volvieron hacia mí con una mirada diferente.
Más abierta, más curiosa.
El diálogo volvió a ser posible.

Prisión de los esquemas mentales

Cada emoción mal digerida, cada herida escondida, cada choque no expresado deja una huella.
El cerebro las archiva.
El inconsciente las codifica.
Y el ego, para proteger, construye esquemas.

Esos esquemas se vuelven mecanismos de defensa, automatismos, filtros.
Dictan reacciones, comportamientos, juicios.
Moldean la imagen de uno mismo y de los demás.

Con el tiempo, esas construcciones se convierten en prisiones.
Lo que fue creado para proteger, termina encerrando.

Para liberarse, hay que volver a la fuente.
Reconectar con la emoción inicial.
Revivir la escena, sin huir.
Acoger lo que fue, sin juicio.
Y así disolver.


La adicción al «hacer»

Hoy en día, el tiempo se ha vuelto un lujo.
Ya no lo tomamos.
Hay que hacer.
A toda costa.
Hasta agotarse.
Tensando el cuerpo, empujado por una mente hiperactiva que no deja en paz.

El mundo moderno valora la agitación.
Ser productivo.
Estar ocupado.
Marcar todas las casillas.
Llenar todas las líneas.
Responder todos los mensajes.

La relación con el tiempo ha desaparecido, ya no existe porque siempre está llena de ocupaciones.
Llegamos incluso a no dormir en paz, serenos.
Incluso con la cabeza en la almohada, seguimos pensando, nunca se detiene.

El silencio da miedo.
El vacío angustia.
El descanso es sospechoso.
Y sin embargo, es en los espacios vacíos donde el Universo se manifiesta.
En los intersticios de la calma nacen las revelaciones.
En la inacción se ancla la intuición.

Volver a la nada.
Honrar la nada.
Rehabilitar lo “inútil”.

Decir: «Hoy no hago nada. Soy».
Y dejar que el Ser se asiente en el cuerpo.

Las sincronicidades no aparecen en la agitación, sino en la disponibilidad.
«De todas formas no se ven con una mente ocupada…»

No es el estrés lo que atrae la magia, sino la calma.
No es el esfuerzo lo que manifiesta, sino la presencia.

La carrera contra el tiempo está perdida de antemano.


/
Lo he notado muchas veces: es creando espacio dentro de uno que el universo por fin puede circular.
Cuando el interior se libera del ruido, de la agitación, de las expectativas tensas, una nueva energía puede entrar: fluida, viva, creativa.
Entonces, el corazón se vuelve más receptivo.
Lo inesperado encuentra una puerta de entrada.
Y lo que esperábamos, a veces desde hace mucho, se manifiesta.
Todos lo hemos vivido, ¿no?

Esos momentos en que, justamente, ya no pensábamos en nada.
En que andábamos en otras cosas, tranquilos, casi despreocupados…
Y de repente, una llamada. Un mensaje. Una sincronicidad.
Algo inesperado, pero profundamente justo, aparece.

Lo he vivido tantas veces que ya no es casualidad.

Muy a menudo, los primeros días de vacaciones, cuando estoy relajado, ligero, en una energía de alegría… recibo llamadas de nuevos clientes.
Como si mi relajación interior abriera un canal invisible.
Esta experiencia se ha repetido año tras año.

Para mí es una prueba vibrante de que, cuando uno se libera de la urgencia de querer, se vuelve realmente “magnético”.

Se vuelve urgente, sí, urgente, recuperar tiempo… para no hacer nada.
Imagina un día entero en el que simplemente dices:
«Hoy no hago nada».
Nada productivo, nada útil, nada justificable.

Solo estar ahí.
Contigo mismo.
En tu cuerpo.
Escuchando.
Disfrutando el momento.
Sintiendo lo que eres.
Y dejando que el universo haga el resto.

/
Nací al mismo tiempo que el auge de la tecnología en nuestras vidas diarias. Vi cómo su influencia crecía hasta ocupar casi todos nuestros espacios de silencio. Con ella, nuestra atención se fragmentó, nuestro enfoque se volvió inestable, y el aburrimiento, tan valioso, se volvió un estado que huimos.

Y no hablo solo de los demás: yo también lucho con eso.
Caigo muy fácilmente en las ganas de dejar de estar presente, sobre todo cuando no quiero sentir el peso de mi existencia.
En esos momentos, me disocio a través de la acción o la distracción.

Pero también sé que es precisamente en esos instantes de vacío, cuando resisto la tentación de llenarlo, que algo más verdadero puede surgir.

/
Creo que tú también, papá, te volviste alguien diferente con el tiempo.
Me acuerdo de ti cuando era niña: trabajabas de la mañana a la noche, con los ojos aún pegados de sueño, abrías tu computadora y ya estabas escribiendo, sin realmente hacer una pausa, sin dejarlo nunca del todo, ni siquiera los fines de semana.

Te hizo falta tiempo, y pruebas bastante fuertes de la vida, para entender que podías soltar la presión.
Poco a poco, aprendiste a alejarte de esa pantalla, a recuperar tu aliento.
Y vi ese cambio operarse en ti.

Cambiar la mirada sobre uno mismo

¿Cómo te miras a ti mismo?
¿Qué imagen refleja ese espejo interior?
¿Está marcada por la incomodidad, la vergüenza, una humildad excesiva?
¿O al contrario, por alegría, curiosidad, benevolencia?
Si tuvieras una cita contigo, si estuvieras frente a ti mismo, ¿cómo te verías?, ¿qué emanaría de ti?

Muchos se impiden brillar por miedo a separarse del grupo.
Quedarse en la media parece más seguro.
La sombra protege.
La luz expone…


/
Yo diría también que mucha gente ya no sabe, o no se atreve, a ser auténtica.
Quizás porque nunca nos enseñaron realmente a serlo.
Algunos lo tienen de forma natural, pero creo sobre todo que se cultiva.
En un mundo donde uno puede moldear la imagen que muestra, donde todo se puede controlar —desde el físico hasta la voz, desde la ropa hasta la personalidad—, se vuelve difícil saber qué es realmente «uno mismo».
Y como la mayoría teme ser juzgada, sobre todo por lo que son en lo profundo, terminan puliéndose, ajustándose, para evitar el rechazo.
Sin embargo, creo que el rechazo a veces es la más bella prueba de autenticidad: es la señal de que no traicionaste lo que eres solo para ser aceptado.

¿Pero por qué temer ser excepcional?
¿Por qué creer que expresar plenamente tu luz es un acto de orgullo?
¿Por qué tanta incomodidad en reconocer tu poder?

Estos frenos no son innatos. Fueron inculcados.
Por una educación, una sociedad, una cultura que valora la modestia hasta el auto-sabotaje.
Que transforma la confianza en arrogancia.
El éxito en provocación.
¡Nunca nos enseñaron a brillar con todos nuestros fuegos!

Y sin embargo, brillar no le quita nada a nadie.
No se trata de aplastar, sino de iluminar.
No somos lo que creemos ser.
¡Somos mil veces más!


La polaridad sagrada: hombres y mujeres...

Lo femenino y lo masculino no son roles sociales, sino energías.

Lo femenino sagrado es la capacidad de acoger, de intuir, de suavidad, de conexión.
Lo masculino sagrado es la fuerza de acción, la determinación, la claridad, el compromiso.

Demasiado a menudo, las mujeres han sobreinvertido en el Yin, y los hombres en el Yang.
Sin embargo, la armonía está en la integración de ambos polos.

Las mujeres están llamadas a recuperar su poder de acción, su solidez, su coraje, su tenacidad y fuerza de movimiento.
Sin negar su sensibilidad, su dulzura y feminidad.

Los hombres están llamados a sumergirse en su ternura, en sus emociones, a reconectar con su corazón, su cuerpo, su interioridad.
Sin negar su fuerza.

Así nacerán las parejas sagradas: dos seres completos, y no dos mitades buscando complementarse.


/
Creo que, naturalmente, la mujer tiende más a desarrollar su Yin, y el hombre su Yang.
Pero es al encontrarse con ambos polos en uno mismo que realmente se pueden desplegar en un espacio de aceptación total, en lo sagrado.

La mujer necesita encontrar su masculino interior para sentirse segura de Ser, de saberse vista, percibida, elegida… y así dejar que su pleno femenino se exprese sin freno.
De la misma manera, el hombre necesita encontrar su femenino interior para acoger su sensibilidad, abrir su corazón, y así encarnar una fuerza conectada, viva, y no cortada de sí mismo.

/
Exactamente así, cariño.

Para mí, mis brazos fuertes y poderosos sirven para acoger la feminidad de mi compañera, y protegerla, servirla, darle «seguridad emocional», porque sé que eso es lo que necesita.
Al sentirse totalmente segura, sé que ella va —como me gusta decir— a permitirme nadar en su lago interior… para que yo también pueda abrirme más plenamente a mi propia feminidad.
Pero me gusta esa idea un poco poética 🙂

Yo veo a la mujer como una sirena que viene a recoger al pescador, a veces perdido, que soy yo…

Soledad sagrada

Quedarse solo es un acto de valentía en un mundo saturado de distracciones.


/
A veces me divierto sentándome solo en una terraza, solo para observar.
Y ahí empieza el espectáculo: un ballet de cabezas inclinadas sobre rectángulos luminosos.
Ni una mirada, ni una palabra, ni un intercambio.
Solo dedos que deslizan y cerebros ausentes.
Parece una reunión de robots en pausa café.

Y mientras miro este mundo zombificado, pienso que algunos seguro me juzgan, tipo: «¿Quién será este tipo raro que mira a la gente sin tener una pantalla en la mano? ¿Un sociópata? ¿Un pervertido?».

No, no. Solo un humano… normal y desconectado.

El silencio, el aburrimiento, el retiro se han vuelto sospechosos.
Sin embargo, son pasos obligados para reencontrarse.
Porque nada profundo nace en el ruido.

Muchos huyen de la soledad por miedo a lo que revela.
Miedo de cruzarse con sus propias sombras.
Miedo de no tener más pantalla para distraerse.

Pero en esa soledad elegida se esconde un tesoro: el acceso a uno mismo.


/
Tuve esa enorme suerte: la de haber nacido en una época donde los teléfonos aún no habían invadido nuestros bolsillos, nuestras mentes, nuestros silencios.
Una época en la que la tele, todavía insegura y en blanco y negro, no captaba nuestra atención como hoy.
Era sosa, sin adornos.
Y tanto mejor.

Entonces teníamos algo raro: tiempo.

Tiempo para evadirnos.
Para soñar sin interrupciones.
Para entregarnos a la pura contemplación.
Tiempo para tumbarnos en la hierba, ojos al cielo, buscando formas en las nubes.
Para jugar con insectos en los prados.
Sí, insectos. Había por todas partes.
Era normal, vivo, vibrante.
Recuerdo aquellos viajes en coche: imposible recorrer cien kilómetros sin parar a limpiar el parabrisas, cubierto de bichos.
Los campos a nuestro alrededor rebosaban de flores silvestres.
Era otro mundo. Un mundo lleno.
Luego vinieron los pesticidas. Y el silencio.

Aquel tiempo bendito parece ahora lejano.
Miro a las generaciones actuales con una mezcla de ternura e inquietud.
Muchos ya no saben perderse en la imaginación.
El teléfono se volvió el reflejo absoluto, el relleno inmediato de cualquier vacío.

Apenas un minuto de silencio… y ya la mano va al bolsillo, la mirada a la pantalla.
Se camina incluso por las playas más hermosas del mundo mirando el móvil…
Se scrollea.
Se mira lo que otros crean.
Pero ya no se crea nada uno mismo.
Y peor aún, el teléfono se volvió un salvavidas de excusa.
¿Cuántas mujeres lo agarran justo al pasar por una terraza, solo para tener actitud, darse una pose, porque si no: «Dios mío, ¿qué cara voy a poner, sin hacer nada, solo relajada y tranquila? Pero claro… ya no sé hacerlo…».

Es triste, sí.
Y no, no podremos volver atrás.
Pero quizá, solo quizá, podamos ralentizar.
Y reaprender a aburrirnos.
A soñar.
A vivir.

Hablar para sanar. Poner palabras a los males

Los males no expresados se enquistan en las células.
Se vuelven dolores, enfermedades, cansancio.
Para que se liberen, hay que nombrarlos.
Darles un espacio de expresión.

«¡Salid, pequeños males, voy a identificarlos y desenmascararlos!»

La palabra libera.
La palabra ilumina.
La palabra transmuta.

Las mujeres, desde siempre, han tenido ese acceso natural a las palabras.
Hablan, comparten, lloran.
Los hombres, muchas veces, aguantan, cierran, controlan.


/
Muchos hombres tienen barriga.
Panza, tripa, llámalo como quieras.
Y no siempre es culpa de la cerveza o de los tacos a medianoche.
No, no.
Es más profundo que eso: el vientre es como el trastero de las emociones.
Una especie de sótano donde se guardan miedos, rabias, angustias… solo que uno olvida hacer limpieza.

Decimos que tenemos «el estómago hecho nudo» o «una bola en la tripa»…
Pues bien, a fuerza de acumular sin soltar nunca nada, la barriga termina hinchándose.
No es grasa, es lo no dicho compactado.
El tipo ya no digiere su vida, solo la almacena valientemente.
¿Resultado? No un six-pack, sino una mochila emocional… llevada delante.

/
Cuando llegué a Melbourne, hace ya tres años, le pedí a mi padre que me cortara la ayuda económica.
Por un lado, para ver qué se sentía llevar mi propio barco, y por otro, para hacerlo sentir orgulloso, aunque lo habría estado de todas formas.

Me las arreglé sola y encadené muchos trabajos muy distintos: un viejo pub australiano donde el olor de décadas estaba impregnado en cada rincón, suites VIP en lo alto del estadio de fútbol de Melbourne, un pequeño kebab frente a la playa, trabajo en el campo recogiendo fresas en cadena, donde, si no ibas lo bastante rápido, simplemente te echaban.

Y luego vino mi peor experiencia: Subway, la cadena de sándwiches.
El trabajo no era complicado, pronto fui eficaz y asumí responsabilidades.
Pero empezó a crecer un dolor más profundo.
La mirada que tenía sobre mí misma había cambiado.
Después de un año de trabajos poco estimulantes, sin ningún tipo de enriquecimiento intelectual, empecé a dudar de mí.
A decirme que no servía para nada, que nunca lograría algo mejor, porque solo esos puestos habían querido de mí.

Yo, que soñaba en grande, ese "gran sueño australiano" donde el dinero fluía a raudales, en mi día a día no era más que una ilusión cruel.
Caí en una tristeza profunda.
Quería huir de esa realidad gris.
Podía leer cinco o seis horas seguidas, cada día.

Mi cuerpo terminó expresando ese malestar: desarrollé juanetes en los dos pies.
El dolor era insoportable con mis converse durante mis ocho horas de turno.
Opté por zapatillas más cómodas, pero en el fondo sabía que era mental.

Todo partía de mi estado interior.
No quería vivir esa vida, levantarme cada mañana para preparar esos malditos sándwiches, pero no tenía opción.
Tenía que hacerlo, durante cuatro meses, para poder comprar mi billete de avión.

Hoy, dos años más tarde, me tomó tiempo superarlo.
Necesité meses, muchas lágrimas y una verdadera aceptación para sanar.
Pero ahora vuelvo a llevar esos mismos zapatos durante turnos de ocho horas… solo que tengo un trabajo que amo.
Y nunca más me dolieron los pies.
No eran mis pies los que necesitaban curarse, sino la energía que proyectaba hacia afuera.

Pero tanto hombres como mujeres deben recuperar esa capacidad de decir.
De poner palabras a las emociones.
De verbalizar lo indecible.
De hacer subir lo que había quedado enterrado.

Ese proceso suele desencadenar reacciones físicas: dolores, tensiones, sudores, lágrimas.
Pero es buena señal.
Es el cuerpo expulsando.
Y una vez vacío… puede llenarse.
De amor.
De paz.
De luz.


/
Estudio desde hace algunos años el lenguaje del cuerpo y las raíces de sus males, muchas veces anclados en la psique: la psicosomática.
Es fascinante dejar de ver el cuerpo como un simple ejecutor del cerebro, despreciarlo por sus molestias o heridas, cuando en realidad solo envía pistas para guiarnos hacia una verdadera sanación.

Desde que trato a mi cuerpo como a un igual y le dejo hablar, he aprendido tanto sobre mí misma: sobre mi manera de gestionar mis emociones, de almacenarlas, de transformarlas.
Entendí también cómo se manifiestan cuando elijo racionalizarlas en lugar de vivirlas, de expresarlas.
El cuerpo posee una sabiduría inmensa, demasiado subestimada.

Liberar la voz.
Ese es uno de los actos más poderosos que existen.
Atreverse a despertar lo que duerme, lo que se pudre en los pliegues de nuestro ser.
Lo que fue enterrado, sellado bajo capas gruesas de silencio y cemento emocional.

Con los años, para no sufrir, para protegernos, fuimos cubriendo ciertas zonas de nosotros mismos con un cemento espeso.

Pero ese blindaje, que creíamos salvador, se volvió una prisión.

Conoces a alguien.
Hablas.
Todo parece ir bien.
«Todo perfecto.»
Y sobre todo: no tocar nada.
No remover.
No despertar.

Porque a veces basta con abordar un tema sensible.
Una palabra, una pregunta, una vibración…
Y entonces, la máscara se resquebraja.
Los ojos se nublan.
Las lágrimas suben.

Acabas de poner el dedo justo donde duele.
Donde aún sigue vivo.
Donde está listo para salir.

Y es precisamente ahí donde hay que actuar.
Ahí donde comienza la verdadera sanación.

Así que hablemos.
Hablemos de lo que duele.
Atrevámonos a nombrar las cosas.
Démosles una voz.
Una forma. Un soplo.

Porque el objetivo no es aparentar.
Es liberarse.
Recuperar el ser entero detrás de los muros.
Y dejarlo respirar.


/
He notado algo que aplico cada vez que lo necesito.
A veces me despierto con tristeza, con rabia o con irritación sin saber muy bien por qué.
Y esas emociones me siguen, crecen en mí a lo largo de las horas…

Pero a veces basta con algo muy simple: hablarlo.
En el momento en que comparto lo que siento con alguien de mi entorno, es como si la emoción se deshiciera.
Saliera de mi cuerpo, como liberada.
Y de repente, me siento más ligera.
No espero respuesta de su parte, ni siquiera consuelo, pero el hecho de que sepan lo que pasa en mi cabeza me alivia.

/
A los 20 años, me fui a vivir a Australia por un año.
Necesitaba alejarme de mi comodidad convertida en prisión, romper esas cadenas invisibles que me ataban a un futuro demasiado previsible, un futuro que solo me inspiraba aburrimiento.
Muchas heridas de mi infancia seguían abiertas, nunca digeridas.
Me debía una oportunidad: la de estar mejor.

Allí descubrí el poder de la expresión.
Me vi contando, a desconocidos encontrados en una noche, trozos de vida vulnerables.
Compartir momentos íntimos, aligerarme por fin.
Yo, que siempre había llevado un nudo en la garganta, convencida de que era mejor callar por miedo a que mi verdad molestara.
Por primera vez, me sentí apoyada, acogida, sostenida.

Al volver, mi relación con mi padre, ya conflictiva, empeoró.
Ya no me callaba.
Los comportamientos que había tolerado hasta entonces, ya no los soportaba.
Peor aún: me atrevía a ponerles palabras.
Él me echó varias veces, y mi rabia no dejaba de crecer.

Así que, cuando ya no podíamos más con los gritos, nos escribíamos emails.
En ellos volcaba sin filtro todo lo que había guardado durante años: mis rabias, mis heridas, mis verdades.
Mi hermana hizo lo mismo.

Y, para mi sorpresa, mi padre entró en ese diálogo crudo.

Llegué a pensar que nunca podríamos reparar esas palabras que habían causado tantos males.
Que tal vez había perdido a mi padre para siempre.
Pero al menos, había expresado mi verdad.
Y solo eso me demostró que tenía valor.

Después de la batalla, llegó el silencio.
No nos vimos durante meses.

Luego un día, un mensaje.
Luego otro.
Un encuentro.
Nos volvimos a encontrar, mi hermana, mi padre y yo.
Sin una palabra, nos abrazamos.
Y lloramos.
De alegría.
Porque una vez que todo había sido expresado, digerido y perdonado, solo quedaba lo esencial: el amor incondicional que nos tenemos.

Es uno de mis recuerdos más hermosos.

/
Sabes, Louna… convertirse en padre, crecer como hombre, aprender con sus hijos… es un trabajo duro.
Y cuando ustedes eran adolescentes, hacía lo mejor que podía.
Pero con mis propios demonios interiores todavía royéndome.
Quería ser libre, pero no podía.

Al no estar su madre, cargaba con ese rol como podía.
Pero créanme: en esa época, no era el hombre que soy ahora.
Demasiada rabia en mí.
Demasiados deseos también.

Así que sí, a veces les imponía mi voz fuerte, retumbante.
Y ustedes bajaban el tono.
Porque ese era mi objetivo.
Una forma de manipulación, si se quiere.
El padre «un poco macho», también demasiado solo… con su feminidad encogida por dentro, sin atreverse aún a salir, hacia ustedes.

Tu nudo en la garganta viene de ahí.
Como en tu hermana.

No las escuchaba como debía.
No las dejaba hablar tanto como necesitaban.

Pensaba que lo sabía todo, quería tener siempre la razón.
Dios, ¡cuántas cosas cambiaría si tuviera que revivir sus adolescencias ahora!

Lo siento, mis queridas…


El pasado, pasado está… y superado

¿Por qué empeñarse en machacar un pasado que jamás podremos cambiar?
Lo hecho, hecho está.
Grabado en el mármol del tiempo.
Todos tenemos nuestras cagadas detrás, más o menos ruidosas, más o menos vergonzosas. OK.
Pero, seamos sinceros: rumiar, darle vueltas, volver a poner la peli en bucle… es una pérdida de tiempo.
Una tortura mental en “replay” infinito.
¿Y para qué?
¿Para culparse?
¿Para auto-flagelarse con “tendría que haber…”, “si tan solo…”, “fui un desastre”?

No. BASTA.
¿La cagaste?
Perfecto. Bienvenido al club.
¿Lo hiciste mal?
Lo siento, simplemente no podías hacerlo mejor en ese momento, con las herramientas que tenías, tu estado de ánimo, tu historia, tus miedos, tu contexto.

No es un fracaso, es una experiencia.
Una lección.
Una actualización de tu software interior.

Y eso, vale oro.
Es como caerse de la bici para aprender a mantener el equilibrio.
No fracasas, integras.

Así que: dejemos de hablar del pasado.
Miremos el presente, que es donde todo pasa.
Y avancemos hacia el futuro, con esa experiencia en el bolsillo, diciéndonos:
«La próxima vez, lo haré mejor.»
Y con eso ya es enorme.


/
Yo creo que no hay que soltar el pasado: es una fuente infinita de pistas, de historias y de memorias que nos sirven de guía para avanzar.
De lo que sí hay que aprender a desprenderse es de las emociones que siguen atadas a él.

/
No está mal.
Pero para mí, ya no me interesa.
Tengo solo unas pocas fotos en mi móvil, no paso mi tiempo rebuscando ahí para recordar mi pasado.
Todo está en mi cabeza y en mis emociones, me siento más ligero sin ese pasado.
Probablemente porque fue un poco duro (mi infancia)...



Conclusión

Deconstruirse no es un derrumbe, sino un renacimiento.
No es un caos, sino una alquimia.

Este camino exige mucho.
Pide coraje, paciencia, disciplina.
Pero lleva a una verdad mucho más grande: la del ser libre, consciente, soberano.

No hay nada que alcanzar.
Nada que merecer.
Se trata solo de reencontrar lo que siempre estuvo ahí, enterrado bajo capas de olvido.
La esencia.
El Ser.
Lo verdadero.




── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆

Tómate tu tiempo.

Deja que estas ideas, estas palabras, descansen dentro de ti.
No intentes entenderlo todo de golpe, ni integrarlo todo de inmediato.
Deja que maduren, como una fruta aún verde.
Que fermenten, como un buen vino que se revela con el tiempo.

Dale a tu mente el espacio para digerir, asimilar, encajar.
Y sobre todo… sé amable contigo mismo.

Si lo que lees aquí resuena con lo que sientes en el fondo, aunque sea borroso, aunque solo como una intuición, entonces sigamos juntos.

Pero recuerda:
Un cambio de paradigma no se ordena.
Se vive.
Y eso lleva tiempo.

Como después de una sanación energética, hay que dejar que los cuerpos sutiles se acomoden.
El agua ayuda a integrar.
El descanso también.
El silencio, sobre todo.

Lo mismo pasa con este libro.
No se trata solo de leer, sino de dejar que infusione.

Así que tómate tu tiempo.
Bebe agua.
Respira.
Y vuelve a estas páginas cuando tu corazón te lo pida.


/
Y ahí, quizá pienses: «Pero nada cambia en mi vida, esto no es lo que esperaba de esta formación…»

Tardará un tiempo en que tus conexiones neuronales se suelten, se desbloqueen, se deshagan.
Inconscientemente, si has leído esto más con tu corazón que con tu cabeza, tranquilo: los mecanismos de reconstrucción ya están en marcha.

Roma no se construyó en un día, ni tu mente en una lectura de 30 minutos.

En cuanto tu subconsciente, o tu inconsciente, o tu supra-yo, haya integrado esta información, las puertas de lo invisible se entreabrirán hacia nuevas oportunidades.
Pueden aparecer nuevas sincronías en tu vida, señalándote que estás cambiando…

Sigue, por favor…

Esto no es más que el comienzo.



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