Encontrarse
Encontrarse…
Solo la palabra ya sienta bien, ¿verdad?
Como una promesa suave: la de volver a casa, pero dentro de uno mismo.
En este mundo moderno donde todo va a mil, donde scrolleamos más de lo que respiramos, ser uno mismo se ha vuelto un acto de resistencia.
Una osadía.
Pero también una liberación enorme.
Hemos jugado papeles demasiado tiempo.
El hijo modelo.
El trabajador ejemplar.
El amante viril pero fuerte.
El hombre que no llora, que no duda, que avanza con la cabeza agachada porque “hay que hacerlo”.
¿Y si dejamos de lado todo eso?
Ser un hombre sagrado ya no es obedecer un guion viejo y polvoriento.
Es atreverse a estar plenamente vivo, en sintonía con tu corazón, tu cuerpo, tus emociones.
Es reconocer que necesitas espacio, calma, naturaleza, fraternidad, amor real, belleza, sentido.
Es darte permiso de ser tierno y fuerte a la vez, vulnerable y poderoso, espiritual y con los pies en la tierra.
Encontrarse también es hacer las paces con lo que eres, y dejar de pelear contra ti mismo.
Es preguntarte:
“¿Qué me gusta?
¿Qué necesito, aquí y ahora?
¿Qué me nutre?”
Y luego… seguir ese camino.
Simplemente.
Profundamente.
Humanamente.
Porque un ser alineado es un ser que irradia.
Y que hace bien a los demás, solo con ser él mismo.
El poder de la sonrisa
Una sonrisa.
Tan pequeña, tan simple… y sin embargo, es casi un arma de construcción masiva de felicidad.
Una sonrisa es como un rayo de sol en plena resaca emocional.
Puedes cruzarte con alguien en la calle, en un bus, en el súper… y pum, te suelta una sonrisa sincera, gratuita, casi mágica.
Y ahí, algo se relaja en ti.
Como si tu corazón se tomara un pequeño café.
¿Y lo más loco?
Hasta una sonrisa falsa, medio forzada al principio, ya activa reacciones químicas en tu cuerpo.
Tu cerebro, ese ingenuo, se lo cree.
Libera dopamina, serotonina y otras pociones mágicas.
Resultado: te sientes mejor… aunque no lo creyeras mucho al inicio.
Una sonrisa puede cambiar un día.
El tuyo o el de otro.
Puede abrir puertas, desactivar una tensión, calentar un corazón helado.
Y todo eso, sin palabras, sin esfuerzo.
Entonces, ¿por qué privarse?
Sonríe.
Por ti, por los demás, por el universo.
Una sonrisa es como un “hola” silencioso del alma.
Y quién sabe, quizá una simple sonrisa hoy dispare un milagro mañana.

Pero ojo, seamos claros: les gusta tu dinero, seguro.
No nos vamos a engañar. Pero dejemos ese detalle turístico aparte.
Lo que de verdad me tocó fue otra cosa.
El budismo está en todas partes allí.
No pegado en las paredes, sino metido en los corazones.
Y enseña algo muy simple:
todo lo que te pasa, es tu culpa.
Ya está.
No la culpa del vecino, ni de tu madre, ni del karma de tu gato.
No.
La tuya.
Tú lo creaste.
Punto.
Y ese pequeño detalle lo cambia todo.
Porque cuando dejas de buscar culpables, pues… respiras.
Soplas fuerte y vuelves a encontrar la calma dentro.
¿Resultado?
Todo el mundo sonríe.
Hasta los birmanos al lado son campeones en eso, con una pureza en la mirada que casi te da ganas de llorar de ternura.
Y si aún dudas, vete a ver una pelea de boxeo thai.
De verdad.
De un lado, el thai, sonriendo tranquilo, hasta cuando le meten un golpe en la mandíbula.
Del otro, el turista occidental, rojo como un tomate cabreado, listo para morder, lleno de ego y testosterona.
Es… fascinante.
Y te hace pensar.
Aquí, la suavidad, la amabilidad, la bondad, no se ven como debilidad.
Es un arte de vivir.
Una elegancia del corazón.
Casi una gracia.
Y la verdad, dan ganas de aprender a sonreír mejor y de verdad.
Y mucho más seguido.
El juicio de los demás
El juicio de los demás es uno de los mayores obstáculos para nuestro desarrollo personal y profesional.
Todos somos sensibles a eso.
Puede herirnos… o al contrario, inflar nuestro ego.
Pero al final, todo depende de nosotros: ¿qué importancia decidimos darle?
Algunas personas viven literalmente al ritmo de la mirada de los demás.
Pero hagámonos la pregunta: ¿es de verdad tan importante?
Después de todo, hasta hay gente que no disfrutó Gladiator de Ridley Scott… ¡una peli reconocida como obra maestra!
Si existen diferencias hasta en cosas tan obvias, ¿vale la pena preocuparse por unas críticas sueltas?
El valor real de una opinión
En especial en la era de las redes sociales, las críticas vuelan, muchas veces gratis y anónimas, detrás de una pantalla.
Comentarios negativos, incluso algunos positivos… pero ¿qué valen de verdad?
La mayoría deberían simplemente “entrar por un oído y salir por el otro”.
Un sabio decía:
“Cuando alguien quiere hacerte daño o habla mal de ti, siéntate bajo un árbol frente a un río: un día, verás pasar su cuerpo flotando.”
La imagen es fuerte, pero muestra una verdad simple: lo que los demás proyectan sobre ti les pertenece a ellos.
Cada uno lleva sus propias gafas —formadas por su educación, experiencias, heridas— y ve el mundo a través de ese filtro.
No es el tuyo.
En resumen
El juicio de los demás no debe ser una barrera.
Toma distancia, mantén la sonrisa.
Todo está bien.

Es un tema que me toca muy de cerca, porque sufrí mucho por eso durante años.
Y aunque hoy ya no me duele igual, a veces todavía me pega.
Cuando tengo esa alegría infantil de querer compartir algo que me hace reír, que me maravilla o que me da placer… a veces me freno, pensando ya en cómo podría ser visto.
Durante mucho tiempo quise ser comprendida, admirada, querida, incluida.
Pero esa búsqueda me costó mi autenticidad.
Me metí en grupos de amigos, me veían como “la chica cool”... ¿pero a qué precio?
Me perdí más de una vez tratando de controlar la imagen que los demás tenían de mí.
Así que poco a poco empecé a reprogramarme.
A postear lo que realmente quería, aunque mi sistema nervioso se disparara pensando en lo que los demás podrían querer ver…
A decir en voz alta lo que iba contra la opinión general.
A atreverme paso a paso, aunque temblara.
Cada vez que elijo mostrarme, recupero un poco más de libertad.
Pero tengo que recordármelo todos los días, porque aún es muy fácil caer otra vez en ese hábito de querer controlar la mirada de los demás.
Atreverse a ser uno mismo da miedo.
Quizás sea mi mayor miedo, de hecho.
Pero entendí que la acción diaria es mi único camino de liberación.
Así que sigo.
Porque cada gesto de autenticidad es un acto de amor valiente, un acto que me acerca cada vez más a mí misma.

Y para mí también, claro.
Supongo que por mi madre, que tenía tanto miedo de la mirada de los demás, y de su obsesión con ser perfecta frente a ellos.
Toda mi vida —bueno, hasta los 45 más o menos— solo quería encajar con los demás, parecerme a ellos, para no ser rechazado.
Porque sentía que los necesitaba.
Para existir.
Sí, así de fuerte.
Así que me vestía cool, hablaba cool, hacía todo para gustar, para ser parte “del mundo” y no ser rechazado.
Por el juicio de los demás.
Para mí: “El Juicio Divino”.
¡Risas! 😁
Pero bueno, por suerte ya pasamos a otra cosa, ¿no?
Porque si no… cómo decirlo, uno podría pasarse la vida tratando de gustar a los demás, y al final…
¿Para qué?
¿Con qué propósito?
¿No es una tontería?
La actitud
Cuando uno está lleno de sí mismo, bien centrado, bien alineado, con ese “algo” asumido… entonces todo cambia.
No hace falta exagerar.
No hace falta vestirse como en una revista ni mostrar tu vida entera en Instagram.
La actitud, la de verdad, la que encaja perfecto con tu energía del momento, es lo que te hace brillar.
No hacen falta joyas ni artificios.
Solo tú, bien plantado en tus zapatillas (o descalzo, si eres como yo), con ese fueguito tranquilo en la mirada, esa confianza suave pero sólida.
¿Y sabes qué?
La gente lo siente.
Se sienten atraídos, no por lo que enseñas, sino por lo que vibras.
Y cuanto más asumes quién eres, sin arrogancia pero con amor, más atraes a personas que de verdad te reconocen.
Es simple: estás en tu eje, y brillas.
Así que sí, la actitud no es algo que se trabaja.
Es lo que se desprende naturalmente cuando ya no tienes nada que demostrarle a nadie.

Esperaba tranquilo, en uno de esos momentos muertos donde no pasa nada, cuando de repente, ella pasó delante de mí.
No era realmente mi tipo.
Demasiado rellenita, no los criterios de belleza que mi mente habría aprobado.
Pero llevaba un vestido largo, fluido, de un rojo profundo.
Un vestido que no decía “mírame”, sino que afirmaba: “estoy bien en mi piel, y sigo adelante”.
Y justamente avanzaba… con un paso suelto, balanceado, casi felino, como una bailarina consciente del espacio que ocupa, sin buscar espectáculo.
Un paso de mujer liberada, o tal vez simplemente feliz de estar ahí, en su cuerpo, en su vida.
Sin artificios, sin tacones, sin peinado de revista.
Solo una presencia.
Una actitud.
Un brillo.
Y ahí, no sé qué me pasó… me puse a seguirla.
Sí, yo, el tipo que tenía que tomar un vuelo, me olvidé a dónde iba.
Durante diez minutos, caminé detrás de ella como un niño fascinado, con los ojos abiertos de par en par, hipnotizado por esa gracia simple y natural.
Nunca me atreví a hablarle.
No quería romper la magia, o quizá ya sabía que lo esencial ya lo había recibido: una lección de actitud.
Porque al final, no es el cuerpo, ni el look, ni las palabras lo que seduce de verdad.
Es la energía, la coherencia entre lo de dentro y lo de fuera, la verdad que emana.
Y la verdad… qué rico es eso.

Quizás tienes una montaña delante que te gustaría cambiar en tu vida.
Y está bien, te deseo estar en una realidad que te haga bien. Pero hazlo poco a poco.
Cambiar es aceptar ponerte en situaciones donde aún tendrás que aprender.
Y sí, vas a aprender toda tu vida, hasta de viejo.
Así que mejor asumir la idea de que cambiar de personalidad, de carácter o incluso de visión de la vida puede ser simple.
Solo hay que aceptar moverse un poco, porque nunca dejamos de aprender antes de volvernos “maestros” en eso.
Cuando veo a padres, o incluso a mis abuelos, quedarse bloqueados en ciertas ideas cuando para mí sería tan fácil transformarlas, me da tristeza.
Pero lo respeto —porque no es mi camino.
Lo que sí me da pena es llegar a un momento de tu vida y decir: “Oh no, no puedo cambiar, eso es parte de mí”.
No.
Nada es realmente parte de ti.
Eres tú quien decide, cada día, quién quieres ser.
Los beneficios del ayuno
Devolver al cuerpo su sabiduría natural
Desde chicos nos repitieron que había que comer tres veces al día.
Que saltarse una comida era «malo para la salud».
Que el desayuno era la comida más importante del día.
En fin, nos condicionaron, como soldaditos del estómago lleno.
¿Pero de verdad tenemos hambre hoy en día?
¿O solo tenemos miedo al vacío?
Ese “vacío” dentro de nosotros…
El ayuno es eso: aceptar hacer espacio.
Dejar que nuestro cuerpo respire, se libere, se limpie.
El ayuno no es privarse, es regalarse una limpieza interna de primavera.
Biológicamente, es una maravilla.
El cuerpo, liberado por fin del trabajo digestivo constante, activa la autofagia: un mecanismo de reciclaje celular súper inteligente.
Digiera sus propias células dañadas, sus toxinas, se repara.
La piel se vuelve más clara, los órganos más eficaces, la mente más despejada.
Espiritualmente, todavía mejor.
Cuando el estómago se calla, el alma habla más fuerte.
Uno se siente más ligero, más conectado, más disponible para lo esencial.
Es como si el silencio del vientre abriera un canal hacia algo más grande.
Claro, no siempre es fácil.
La mente grita: «¿Y si me muero? ¿Y si me desmayo?».
Pero no, no pasa nada.
O mejor dicho sí: pasa un milagro.
Un regreso a escuchar el cuerpo.
Así que… prueba.
No te cuesta nada y te dará un reto personal delicioso que puede cambiarte para bien.
Empieza suave.
Sáltate una comida.
Luego dos.
Y quizá un día entero.
Escucha tu cuerpo.
Observa tu cabeza.
Siente tu corazón.
Y sobre todo: no le tengas miedo al vacío.
Es ahí donde el Universo empieza a hablarte.

No por salud, ojo, sino porque la religión lo veía espiritual y nosotros, bueno... éramos pobres.
Dos por uno.
Al final, gracias a los cristianos: descansaba el cuerpo y también el bolsillo.
Años después, ya cuarentón, quise volver a sentir ese cosquilleo del hambre.
Pero no el antojo tonto de las 11h, no, EL hambre, el de verdad.
El del niño que vuelve después de tres horas de fútbol y grita: «¡Mamá, tengo hambre!»
Así que probé un ayuno.
Un día, dos… siete.
Luego catorce.
Sí, catorce.
¿Y adivinen qué? No me morí.
Mejor: lo gocé.
Mi energía se disparó, mi concentración también.
Mi estómago: de vacaciones.
Mi cerebro: turbo.
Mis intestinos: tranquilos.
Mi mente: zen… o casi.
Claro, los dos primeros días tenía flashes de baguettes crujientes y platos con salsa haciéndome ojitos.
Pero después, nada.
Trabajaba mejor, hacía deporte como un ninja, y descubrí… el tiempo.
El tiempo que uno gasta en comer, cocinar, digerir, pensar qué va a comer...
Todo eso: ¡PUM!, desaparecido.
¿Y lo más loco?
Mi paladar.
Él, pobrecito, lloraba.
Me rogó dos días seguidos: «¡Dame sabor! ¡Algo crujiente! ¡Algo suave!»
Nada que hacer.
Aguantó el cabrón.
Hasta que me hizo soñar con raclette a las 3 de la mañana.
Ahí entendí: el ayuno no es duro para el cuerpo.
Es duro para el hedonista dentro de mí.
Pero incluso eso, se doma.
Seguí haciéndolo a mi “manera”.
Sin preparación dos días antes, sin reintroducción progresiva al final.
Solo yo, mi instinto, y mi cuerpo en modo: «OK, jefe, vamos».
¿Y después?
Recuperé unos kilos, pero gané una tonelada de claridad.
Entendí que el ayuno no es solo dejar de comer, es regalarte un reset.
Físico, mental, emocional.
Es decirle a tu cuerpo: «Toma, regalo. Haz limpieza.»
Desde entonces, ayuno de vez en cuando, a mi manera.
Líquido.
Con o sin café.
Con o sin ron (sí, me pasó).
Pero siempre con respeto a este cuerpo que, cuando lo escuchas de verdad, sabe exactamente qué hacer.
Solo hay que dejarlo en paz.
Vivir en coherencia con la energía que se nos dio en nuestra encarnación
Dentro de cada uno de nosotros hay una energía única.
Una vibración propia, como una huella invisible que el Universo dejó en el momento en que nacimos.
Llámala tu esencia, tu fuego interior, tu diseño energético… da igual.
Está ahí.
Te acompaña desde el primer respiro.
Y esa energía no está ahí por casualidad.
Está para guiarte.
Para soplarte, cada día, lo que viniste a vivir aquí.
Depende de ti escuchar.
Y sobre todo: depende de ti vivir en coherencia con ella.
Porque aquí está la palabra clave: coherencia.
Cada decisión que tomamos, cada compromiso, cada camino, debería alinearse con quién somos de verdad.
¿Si no?
Nos desviamos. Nos agotamos. Nos alejamos.
Y un día, nos despertamos… vacíos.
Al lado de nuestra vida.
Veamos unos ejemplos simples:
- Eres una persona ultrasensible, intuitiva, creativa… y pasas tus días en una oficina cerrada manejando números que te aburren? Incoherencia.
- Eres un hombre manual, que ama lo concreto, los proyectos físicos… y pasas el tiempo llenando tablas de Excel? Incoherencia.
- Eres una mujer que ama la libertad, el espacio, el movimiento… y vives en un piso en el 8º de una torre gris en Madrid? Incoherencia.
- Eres un apasionado por enseñar, compartir, transmitir… y trabajas en un open space vendiendo seguros? Incoherencia.
¿Ves la idea?
Claro, todos hacemos compromisos.
Hay facturas que pagar, hijos que alimentar, obligaciones.
Pero hay una diferencia entre un ajuste temporal y vivir a contracorriente de tu energía durante 20 años.
Ahí es donde la coherencia se convierte en una brújula.
No en una tiranía.
Una brújula suave pero firme.
Una línea que te ayuda a elegir.
Y a largo plazo, esa coherencia termina por dar frutos.
Un día te escuchas diciendo:
«Estoy aquí porque tomé decisiones coherentes.
Porque me respeté.
Porque no traicioné mi energía.»
Y eso… es poderoso.
Porque vivir en coherencia no es solo tener una “vida bonita”.
Es vivir una vida con sentido, con alineación, con paz interior.
Así que pregúntate seguido:
«¿Lo que estoy por hacer está alineado con quién soy?»
Y si no es así… cambia de rumbo.
Aunque sea un poquito.
Tu verdadero camino siempre te espera.
Nunca desaparece.
Solo te da tiempo para reencontrarlo.
CO-HE-REN-CIA
La palabra maestra
Todo debe ser coherente.
Todo tiene que alinearse.
Pensamientos y acciones.
Si no van en la misma dirección, das vueltas en círculo.
La gente a tu alrededor.
Que vibren la misma energía que tú, o te van a drenar.
Tu trabajo y tus metas.
Si no se hablan, te vas apagando poco a poco.
Tus ideales y tus actos.
Sin coherencia, son solo discursos bonitos.
La coherencia calma.
Se lleva la duda.
Coherente por dentro.
Y el mundo afuera sigue.
Nueva tendencia mundial: modificar el cuerpo
Pero ojo, no para respirar mejor, correr más rápido, parir más fácil o vivir más tiempo.
No no… solo para verse más "bonito".
Para parecerse a un filtro de Instagram.
Dios mío… ¿en qué estamos cayendo, colectivamente?!
Ya ni buscamos estar fuertes, con salud, o funcionales.
Solo queremos ser lisos, simétricos, jóvenes a toda costa, aunque terminemos pareciendo un muñeco de plástico derretido.
Y empieza suavecito:
💉 Una inyección de botox “preventivo” para alisar la frente.
💋 Luego un poquito de ácido hialurónico en los labios para “subir el volumen”.
👃 ¿Y por qué no un retoque en la nariz?
🎯 Resultado: te vuelves adicto a esa versión virtual de ti mismo.
¿Y lo peor?
Ya no sabes parar.
Es un pozo sin fondo.
Una carrera contra el tiempo… que nadie gana nunca.
Ejemplos reales:
- Esa mujer de 32 años que quería “solo” tapar las ojeras… y terminó con unos pómulos dignos de un hámster de competición.
- Ese tipo que se mandó injertar abdominales marcados… solo para mirarse en el espejo, pero jamás pisó un gimnasio.
- O esa influencer irreconocible después de 5 años, que ya no se parece a la chica natural que hacía soñar a la gente al inicio.
Perder tu rostro original, es también perder tu identidad vibratoria.
Ya no tienes la misma energía.
Ya no dejas la misma huella.
Te vuelves una copia.
Un clon.
Un maniquí de Ikea versión “antes-después”.
Y eso no es solo triste: es peligroso.
Para la autoestima.
Para la relación con tu cuerpo.
Para las generaciones que vienen.
Aceptarse tal cual eres, hoy en día es un verdadero acto de coraje.
Aunque sea con:
- Una calvicie que ya empezó,
- Unos pechos más pequeños que la media,
- Una nariz torcida,
- Unas arrugas que cuentan tus batallas…
No es fácil.
Pero es sano.
Verdadero. Vivo.
Y sobre todo:
Ningún lifting te va a dar amor propio.
Ninguna inyección te dará confianza en tu luz.
Ningún retoque va a reemplazar el encanto magnético de alguien que se asume tal cual es.
La verdadera belleza viene de esa autenticidad.
Y esa… nunca envejece.

Por ahí de los 30, me cayó un pequeño drama capilar: la frente empezaba a clarear…
Pánico total.
Sentía que me volvía un Sansón barato, versión low-cost: mientras más se me iban los pelos, más se me derretía la fuerza viril, espiritual y sexual.
De una, terminé en el consultorio de un “especialista”, un tipo con estrellas (y dólares) en los ojos, que me vendió toda la colección de productos milagrosos.
Sueros, champús, lociones…
Total, mi baño olía a químico y a esperanza en frasco.
¿Seis meses después?
Sigo calvo del frente.
¿Próxima propuesta del señor?
Un injerto.
Pero en esa época, los injertos no eran sutiles.
Eran más bien plantación de zanahorias alineadas, versión huerta en la frente.
Y como estaba desesperado (y joven), dije que sí.
Tres meses después, yo feliz con mis pequeños brotes.
Pero una noche, medio alegre después de una buena borrachera con los compas, en un bar con luz bajita…
Una chica me mira fijo y me suelta, con tono mitad inocente mitad cruel:
“¿Pero Phil, te injertaste pelo?”
Silencio.
Tremenda bofetada cósmica.
Lo que yo quería esconder quedaba iluminado como reflector en el desierto.
Al día siguiente, con resaca emocional, llegué a casa, agarré una pinza… y arranqué todo.
Sí. Todo.
Adiós zanahorias.
Pero la historia no acaba ahí…
Porque detrás del cráneo me quedó una cicatriz blanca bien marcada, recuerdo eterno de esa operación fallida.
Y 5 años después, ya en look rapado tipo monje shaolín… se notaba.
Ahí me vino la inspiración artística:
“¿Y si me lo tatúo para simular pelo?”
Directo al tatuador.
Le pido trazos finos, verticales, discretos.
Como un código de barras capilar.
¿Resultado?
Al inicio, no tan mal.
Pero 10 años más tarde, con el sol pegando y la cabeza rapada, ya no eran pelos, era una franja azulada.
Una marca alien atrás de la cabeza…
Y ahí ya no hay vuelta atrás.
Salvo… tatuar toda la parte de atrás.
Lección del día:
Cuando empiezas a meter mano en tu cuerpo, nunca sabes a dónde te va a llevar.
Lo que hoy parece poca cosa puede volverse un peso en 10 años.
¿Y mi hija, me preguntas?
A los 19 quería pecho.
“Mis senos son chicos, quiero verme más mujer…”
Operación.
Pechos.
Sonrisas.
Pero 10 años después…
Sentía como un rechazo.
Como si todo su cuerpo gritara: “Eso no es mío.”
Y ahí, respeto total: hizo lo que casi nadie hace.
Se los quitó.
Dos historias, dos cuerpos, la misma pelea:
Queremos corregir lo natural para gustar, para existir, para tapar un hueco…
Pero en el fondo, solo metemos más ruido en un mensaje que ya estaba claro: sé tú mismo y acéptate.

Más allá del dolor físico, abrirte bajo las axilas, mover el músculo, meter tremendas prótesis de silicona, nunca quedé realmente satisfecha con el resultado.
Sí, tenía más pecho.
Sí, por fin encajaba en ese molde de perfección vendido por revistas y redes.
Pero a los pocos meses, la máscara cayó: seguía igual de acomplejada.
Solo que había movido el problema a otro lado.
Un nuevo “defecto” que corregir.
Encima, la prótesis derecha quedó demasiado baja.
Nueva operación, nueva cicatriz.
😥
Años después entendí: no había sumado para amarme, había sumado para tapar.
Para cubrir en vez de enfrentar.
Para huir en vez de aceptar.
Un día, meditando, tuve una visión: esos dos cuerpos extraños justo encima de mi chakra del corazón, bloqueando mi luz, mi amor, mi brillo.
Y lo supe.
Supe que para volver a mi verdad, tendría que quitarlos.
Entonces tomé la decisión. Ocho años después.
Tercera anestesia general, cuarta cicatriz, dos pechos desinflados y una piel estirada… pero sobre todo un deseo inmenso: aceptarme tal cual soy.
Hoy, estoy orgullosa de haberlo hecho.
Mi piel tardó en volver a su elasticidad, mis sensaciones también. Pero ahora amo mi pecho pequeño.
Amo mis cicatrices.
Porque cuentan mi historia.
Porque prueban que un día, pese a mis dudas, elegí el amor.
El mío.

Me parece un acto heroico y muy consciente lo que hiciste.
No conozco a nadie que haya tenido el coraje de quitarse implantes estando bien, sin daño, y teniendo el pecho bonito que quería.
Nadie está tan loco, o tan alineado, como tú…
Hay que tener un montón de agallas, mucho valor, y sobre todo una profundidad rara.
Estoy orgulloso de ti, hija mía.