Aucune langue trouvée. Chapter 3 – The Body, Temple of the Soul | The True Self

Chapter 3:
The body, temple of the soul

inner alchemy, transforming pain, spiritual resilience, challenges as teachings, shadow and light

Duration : 2h 10

Content

Volver al cuerpo, honrar el alma.

Ahora hemos entendido algo esencial: estamos encadenados, no por barrotes de metal, sino por ideas, automatismos mentales, costumbres de pensamiento.
Cadenas invisibles pero muy efectivas.
En el capítulo anterior vimos cómo nuestros pensamientos negativos actúan como parásitos internos.
Cuán urgente, vital incluso, se vuelve apagar de una vez por todas nuestras televisiones, verdaderas fábricas de miedo y distracción, que sueltan un flujo continuo de contenido no para levantarnos, sino para mantenernos abajo, dormidos, divididos, manipulados.

Los medios, en su gran mayoría, no nos informan, nos programan.
Los anuncios mienten, los eslóganes seducen pero vacían.

Las religiones, por su parte, ofrecen verdades congeladas, listas para usar, para quienes dejaron de escuchar su propia voz interior.
¿Y los Estados?
Digámoslo sin rodeos: no siempre están del lado luminoso de la Fuerza.
Pero tú sí.

Tú eres el Jedi.

Y todo Jedi digno de ese nombre aprende a escuchar su conciencia más que las leyes absurdas.
A desobedecer no por capricho, sino por alineamiento.
A vivir según la coherencia de su corazón, no según el miedo al qué dirán o a la norma social.
Ahora se presenta ante ti otro llamado.
Más íntimo.
Más concreto.

El de tu propio cuerpo.
Este cuerpo que habitas, muchas veces sin escucharlo.
Este compañero fiel que te habla a su manera: con cansancio, con tensiones, con dolores… o con enfermedades.
Pero que entiendes muy pocas veces.
Este capítulo es una invitación a volver al cuerpo, a cuidarlo, a hacerlo el templo vivo de tu alma.
Hablaremos de alimentación, de movimiento, de atención, de higiene energética.
De cómo puedes transformar tu día a día, recuperando esa alianza sagrada entre alma y materia.
Porque muchas veces, lo que llamamos «enfermedad» no es más que un llamado del alma ignorado demasiado tiempo.
Una señal de que algo, en algún lugar, necesita ser visto, escuchado, sanado.

¿Y si aprendieras a escuchar antes de que grite?
¿Y si el camino hacia tu libertad pasara también… por tu carne?
Entonces, entremos en este santuario.
Con respeto.
Con amor.
Y con una nueva conciencia.

cuerpo como templo sagrado  |  conciencia corporal y espiritual  |  escuchar los mensajes del cuerpo  |  enfermedades y lenguaje del alma  |  sanación interior y regeneración  |  ayuno y salud holística  |  agua y memoria celular  |  alegría y vibración de sanación  |  medicina integrativa y natural  |  nutrición consciente  |  equilibrio cuerpo-alma-espíritu  |  deporte, respiración y vitalidad energética

Chapter content 3

El milagro encarnado

El cuerpo humano no es una simple máquina de carne y hueso.
Es una obra de ingeniería divina, una fusión perfecta entre materia y energía. No necesita artificios ni accesorios para mostrar su belleza.
Su armonía natural se basta a sí misma.
Sin maquillaje, sin modificaciones, sin protecciones inútiles: basta con ser, en la plena aceptación de lo que somos.
El cuerpo es un templo.
Y como todo templo sagrado, merece respeto, atención y amor.

¡Y es el único que tenemos!


El agua, el pensamiento y la intención

A menudo subestimamos el poder de nuestros pensamientos.

Nos parecen inmateriales, invisibles, como simples ecos mentales.
Sin embargo, su alcance es mucho más grande.

Si todavía dudas de su influencia, déjame hablarte de un investigador que sacudió muchas certezas: el profesor Masaru Emoto.

Este científico japonés se interesó por un tema tan simple como vital: el agua.

Pero lo que reveló va mucho más allá de la química o la física.
En sus experimentos, expuso agua a diferentes intenciones humanas, palabras, pensamientos, música, y luego congeló esa agua para observar los cristales formados.
¿El resultado?
Impresionante.

Cuando el agua recibía intenciones de gratitud, de amor o de paz, formaba cristales maravillosamente armoniosos, casi geométricos en su belleza.

Pero cuando se exponía esa misma agua a palabras como «odio», «guerra» o «te voy a matar», los cristales se volvían desorganizados, deformes, casi dolorosos de mirar.

Una imagen vale más que mil palabras, y las fotos de esos cristales hablan por sí mismas.
(búscalas y míralas en Internet).

Nos susurran algo fundamental: nuestros pensamientos e intenciones no son neutros.

Estructuran, o desorganizan, lo que está a nuestro alrededor.

Y ahora, hazte esta pregunta: si nuestro cuerpo está compuesto de casi un 78% de agua —como confirma la biología moderna—, ¿qué hacen nuestros pensamientos en nuestra propia estructura interna?

Cada emoción que sientes, cada palabra que pronuncias, cada mirada que lanzas hacia ti o hacia los demás, modifica algo en tu cuerpo, en tus células, en tu vibración.

Ya no es simplemente una visión esotérica: es física sutil.

Entonces, ¿qué eliges alimentar en ti hoy?
¿Palabras de amor, de reconocimiento, de luz?
¿O juicios, arrepentimientos, enojos tragados que se estancan como agua podrida en el barro de tus entrañas?

Somos océanos conscientes.
Y si el agua en nosotros reacciona, entonces es toda nuestra salud, toda nuestra energía, la que está influenciada.

Cuida tus pensamientos.

Moldean tu mundo interior mucho más de lo que imaginas.

¡Valora lo positivo!


/
Cuando pienso en el agua, siempre recuerdo este experimento del Dr. Masaru Emoto.

El protocolo consiste en colocar dos recipientes con arroz cocido y agua.
Cada día, durante más o menos un mes, al primer recipiente se le dirigen palabras negativas y emociones de rechazo, mientras que al segundo se le expresan palabras positivas y de cariño.
Cada día, uno recibía odio y rechazo, mientras que el otro se bañaba en palabras de amor y gratitud.

El resultado es impactante: el primero se volvió negro y podrido, mientras que el segundo se mantuvo intacto y puro.
Es como si el arroz hubiera absorbido la energía que le enviábamos, recordándonos que cada vibración cuenta y que el amor preserva, incluso en lo más sutil.

/
Otro experimento científico que se conecta con estas enseñanzas espirituales es el de la doble rendija.
Demuestra que los fotones, esas partículas de luz, no se comportan igual cuando son observados.
El observador cambia el resultado.

Si llevamos esto a nuestra vida, entendemos que el pensamiento mismo es una forma de observación.
Cada mirada puesta en nuestra realidad, cada pensamiento dirigido hacia ella, influye en su desarrollo.
Seamos conscientes o no, participamos activamente en dar forma a la continuidad de lo que vivimos.

Así que sí, mejor aprender a estructurar nuestros pensamientos que dejar que ellos nos controlen.
Porque si el agua reacciona, si la luz reacciona, toda nuestra vida reacciona.
Nuestros pensamientos no son simples ecos internos: son fuerzas creadoras.

Lo que ponemos en él: conciencia alimentaria

Nuestra época está llena de alimentos procesados, industriales, vacíos de toda vitalidad.
Comida rápida, refrescos, productos ultraprocesados saturan el cuerpo y confunden las señales internas.

Y aun así, el cuerpo aguanta.
Elimina, neutraliza, compensa.
Durante mucho tiempo.
Pero tarde o temprano, el exceso se manifiesta.
Cansancio, inflamación, dolores crónicos, enfermedades más graves.

Sin embargo, la intención sigue siendo lo más importante.
Una comida compartida con alegría, aunque no sea perfecta, se asimila mejor que un plato orgánico comido con miedo o culpa.

La alquimia del cuerpo es fina.
Reconoce la energía más que la molécula.

Repensemos nuestra relación con la comida

Hoy estamos literalmente bombardeados por una avalancha de información contradictoria sobre la alimentación.
Cada semana aparece un video o un artículo que dice tener la verdad: tal alimento sería milagroso, otro peligroso…
¿A quién creer?
¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso en este ruido mediático?

¿Y si dejáramos de escuchar los discursos externos para volvernos hacia dentro?
Porque, en realidad, nuestro cuerpo sabe.

Nuestras células, nuestro sistema digestivo, nuestros órganos tienen una inteligencia silenciosa, mucho más sutil que las reglas dictadas por las modas o las dietas.

Tomemos un ejemplo: la aromaterapia alimentaria.
Con los ojos vendados, olemos alimentos, y nuestro cuerpo reacciona al instante. Algunos olores nos atraen, otros nos repelen.
Es una señal clara: nuestro organismo sabe lo que necesita en ese momento.

En lugar de caer en el automatismo de los horarios impuestos —almorzar a las 12 porque «es la hora», comer un filete con papas porque es rápido—, ¿por qué no preguntar al órgano más implicado?

Preguntar a tu estómago:
  • ¿Necesitas algo pesado o ligero?
  • ¿Caliente o frío?
  • ¿Carne o más bien verduras?
  • ¿Energía densa o una comida refrescante?


Te sorprenderían las respuestas.
Porque muchas veces el estómago dice que no tiene hambre… mientras que la mente grita «¡come!».

Y ahí está el desfase: no siempre manda el cuerpo, sino el cerebro, saturado de condicionamientos, de publicidad, de creencias y de hábitos sociales.

Dato curioso:
La grasa no engorda, el azúcar sí.
Tu cerebro es graso.
Tus células son grasas.
Tus hormonas son grasas.
ELLOS sacaron la grasa de tu dieta y la reemplazaron por azúcar.
Resultado: una epidemia de obesidad que cuesta y genera miles de millones en tratamientos.


Desde hace milenios, el ser humano come carne.
Sin cáncer, diabetes, problemas de corazón u obesidad.


/
A veces olvidamos un detalle simple: tenemos caninos.
Sí, dientes de carnívoro.
No solo muelas como las vacas.
Entonces, ¿por qué deberíamos dejar de comer carne solo por seguir la moda de los bienpensantes medio-ecolos, medio-veganos, medio-salvadores-del-planeta?

Ojo, no critico la idea.
Es noble, es sana, suele venir de una buena intención.
Pero a veces se convierte en dogma.
Y ahí se traba.

Porque he visto veganos agotados, desnutridos, que ni siquiera se atrevían a admitirse a sí mismos que soñaban con un filete.
Se negaban lo que su cuerpo pedía, convencidos de que iban a salvar el mundo a base de brócoli al vapor.
Mis hijas, por ejemplo.
Lo probaron.
Primero vegetarianas, luego veganas.
Diez años de verduras, tofu, creencias, y un día: revelación.
Soltaron un gran «¡Fuck off!» a los dogmas.

Su cuerpo les decía otra cosa: «Oye, necesito carne de vez en cuando.
Para mis hormonas.
Para mi sangre.
Para mi energía.»

Y lo escucharon.
Hoy comen de todo, pero con conciencia.
¿Resultado? Nunca enfermas, siempre en forma, mis niñas.

Moraleja: no se trata de seguir una tendencia, sino de escuchar a tu cuerpo.
Él es el verdadero maestro.
No los gurús ni los hashtags.

Entonces, ¿por qué no probar de otra manera?
Escuchar al cuerpo, escuchar al estómago, escuchar esa sensación simple y bruta.

Haz la prueba: con práctica, descubrirás que tu organismo te guía con una precisión increíble.

Quizás esa sea la verdadera revolución alimentaria: recuperar el diálogo con uno mismo, en lugar de perderse en los discursos de los demás.


/
En lo personal encontré una verdadera paz haciendo esto.

Antes, como todos, comía 3 veces al día, siguiendo la norma.
Si me saltaba una comida, tenía miedo de perder peso (mis músculos de macho fuerte debían estar siempre al top y bien visibles) o miedo de debilitarme.

Y muchas veces —me daba cuenta pero aún tenía mis vendas— comía sin hambre, solo por el placer de llenarme, de compensar una falta que aún no conocía…

Ahora es totalmente diferente.

Como cuando tengo hambre, no más cuando me aburro.
Ya no necesito llenarme para sentirme bien.

Y sobre todo, después de haber probado varios ayunos bastante largos, ahora sé que mi cuerpo está muy bien cuando lo dejo respirar un poco, cuando no está todo el día metabolizando las sustancias que le mando.
Así que como más bien 2 veces al día.
Y sigo haciendo deporte todos los días, me afino… para bien, para mejor (que antes).

/
La comida y mi relación con ella fueron durante mucho tiempo una fuente de conflicto interno.
Siempre estaba entre restricción e indulgencia, con la esperanza de que mi cuerpo encajara en las normas de belleza impuestas.
Eso me hacía oscilar como un yo-yo: dietas estrictas, sesiones de deporte intensas… y luego, incapaz de mantener ese ritmo, caía en la gula hasta perder el control.

Con el tiempo entendí que nunca había confiado realmente en mi cuerpo.
No le daba la palabra, no le daba espacio.
Peor: lo juzgaba todo el tiempo, con desprecio, siempre decepcionada. Nunca bastante bien, nunca bastante bonito.

Recién en estos últimos años empecé a redescubrir su sabiduría.
Al devolverle la palabra, pude reconectarme poco a poco a mis señales internas, a mis órganos, a esas sensaciones sutiles que marcan el día, y en particular al hambre.
Observé que cuando me restringía, transformaba la comida en enemiga, y terminaba obsesionada con ella.
Así que aprendí a equilibrar: comer lo que quería, pero estando presente en cada bocado, saboreando la calidad más que la cantidad.

También noté que cuando tenía miedo de engordar, mi nivel de estrés subía enseguida. Mi sistema nervioso pasaba al modo fight or flight, y mi cuerpo, creyendo que debía protegerse, almacenaba más la comida. Transformar mi enfoque ante las comidas fue clave: aprender a relajarme, a soltar la presión, a disfrutar plenamente, prestando atención al momento en que mi estómago me decía que ya estaba lleno.

Así fue como al fin logré un cuerpo que me gusta, sin privaciones, sin guerra interna.
Solo aprendiendo a comer cuando tenía hambre, escuchándome de verdad, reconciliando placer y respeto por mí misma.

La alegría como remedio

¿Y si dejáramos dos segundos de creernos máquinas biológicas que hay que mantener como un coche en leasing?

¿Y si, en vez de contar calorías, pasos, gramos de gluten o nivel de acidez en la orina, contáramos más bien nuestras carcajadas, nuestros momentos de éxtasis, nuestras noches bailando descalzos, nuestra capacidad de decir un gran «fuck» liberador al estrés?

Algunos viven en santa desintoxicación, bio, yoga, ayuno, chakras alineados cada mañana… y caen enfermos a los 42 años con un cáncer fulminante (hablo de casos reales).

Otros, piratas de la vida, funcionan a base de vino tinto, noches sin dormir, locura dulce… y llegan a los 80 con un cigarro en la boca y una chispa en los ojos.


/
Tomemos el ejemplo de Cizia Zykë (libros en Internet), ese aventurero fuera de lo común, ese trotamundos moderno que rechazaba cualquier forma de conformismo.
Un hombre libre, visceralmente vivo, alérgico a las reglas, a los marcos y a las pequeñas comodidades.
Para él, la experiencia directa valía más que todas las recomendaciones de salud.

Buscador de oro en la Amazonía, traficante de camiones en desiertos africanos, dueño de casinos en la frontera de Canadá, transportista de coches por zonas sin ley… Su vida fue una novela de pura adrenalina, de peligro asumido, de transgresión jubilosa.

Aventuras como ya no se ven, como si el mundo hubiera perdido ese sabor.

Y sin embargo, este hombre consumió toda su vida al extremo: cannabis, drogas duras, sin nunca esconderlo.
Él mismo lo decía: le gustaba estar «destrozado», en un estado de euforia permanente, a mil kilómetros de los dictados higienistas de hoy.
Droga, sexo, rock and roll… y sobre todo la libertad, cruda y rugiente.

Murió a los 74 años, de un infarto fulminante.
Rápido, en 15 minutos.
Sin lenta agonía, sin habitación de hospital aséptica.

Una salida digna de un hombre que quemó la vida por todos lados, sin pedir perdón.
Este tipo de trayectoria recuerda una verdad incómoda: la salud no se resume a medicina o dietética.

Algunos viven mucho y con intensidad pisoteando todas las reglas, mientras otros mueren jóvenes pese a un estilo de vida ejemplar.

Hay algo más grande en juego:
La intensidad de lo vivido, la coherencia con uno mismo, la alineación con tu fuego interior.
Y a veces, eso basta.
A veces, eso supera todo lo demás.


¿Por qué y cómo es posible?
Porque están vivos.
Y porque su combustible no es una rutina de monje tibetano: es la alegría.
La del niño.

Sí, la alegría.
Eso que olvidamos, eso que sacrificamos en el altar de lo serio, lo razonable, lo socialmente aceptable.

La alegría no es solo un plus del domingo.
Es un cuidado energético de espectro amplio, un elixir celular, un desinfectante emocional.
Cuando vibras alegría, tus células cantan.
Literalmente.
Y se reparan.
No es un delirio místico.
Cada vez más estudios lo confirman: ríe, ama, disfruta del momento, y activas hormonas que refuerzan tu inmunidad, reparan tu corazón, alimentan tu cerebro.

Pero vayamos más allá de la ciencia: ya lo sabes.
Cuando estás enamorado, cuando te inspiras, cuando bailas como un loco en un balcón al atardecer… te sientes invencible.
Porque estás en tu frecuencia justa.

Así que no, no es una invitación a vivir como un rockero bajando de un viaje de LSD en Ibiza.
Es una invitación a reconectarte con esa pulsación que dice: «Está bien, esto es real, esto soy yo».

Olvida la máscara del sabio zen aburrido en posición de loto.
Olvida al monje en tensión.

Sé esa explosión de alegría consciente.
Esa risa que rompe la oscuridad.
Esa libertad que electriza el aire.

Porque si buscas un medicamento universal, ya está aquí.
Se llama alegría.
Y se receta sin moderación.


/
Siempre me atrajeron los extremos, convencida de que era una cuestión de pasión.
Pero con el tiempo entendí que no siempre era impulso del corazón: muchas veces era la falta de alegría en mi día a día.
Había reducido la alegría a una recompensa, un bonus que llegaba después –después de que mis tareas estuvieran hechas, de que todo estuviera en orden, de que mi vida se pareciera a la imagen «sana» que quería mostrar.
Creía que la alegría estaba en el logro y la disciplina.
Y sin embargo… me apagaba.

Hace tres años di un giro radical.
Llevaba diez años siendo vegetariana, meditando cada día, buscando la elevación espiritual.
Tenía todo para estar alineada.
Pero por dentro me aburría a morir.
Así que me lancé al extremo opuesto: me mudé a un pueblo de montaña donde mandaban la fiesta, el exceso, la droga y la adrenalina.
Y me dejé llevar por ese mundo que siempre había juzgado.
Lo probé todo, lo exploré todo, a veces hasta perderme.

Recuerdo una llamada a mi padre, donde le contaba mis excesos explicándole mi lógica: necesitaba reencontrar la alegría, sin importar dónde se escondiera.
Poco a poco dejé la droga, pero le guardo una extraña gratitud: me obligó a ver que lo que me faltaba no era más rigor, sino más soltura.
Necesitaba dejar que mis instintos se expresaran, soltar mi mente demasiado rígida, dejar que mi cuerpo experimentara sin trabas.

Así fue como entendí que la alegría no es una recompensa al final del camino.
No se gana.
Ya está ahí, bruta, inmediata, en cuanto uno se atreve a darle espacio.

La célula madre : esa joya sagrada olvidada

¿Y si, en lugar de correr detrás de pastillas químicas de la tele, recordáramos que dentro de nosotros… se encuentra un tesoro celular?

Sí, una célula madre.
La primera de todas.
La que un día dijo: «¡Vamos!» y empezó a dividirse para crear tu cuerpo.

Esa célula no es una reliquia.
No está muerta.
Está ahí, en algún lugar dentro de ti, aún viva, aún vibrando.

Imagínatela como una sacerdotisa silenciosa, guardada en un santuario secreto, en el fondo de tu corazón o quizá escondida en un rincón sutil de tu conciencia.

Ella no habla.

Espera.
Espera a que te acuerdes de ella.

Esa célula contiene tu código fuente.
Tu ADN original.
Tu información perfecta, no alterada por miedos, poluciones o mentiras del mundo.

Ella sabe.

Recuerda la perfección de tus pulmones antes de vivir en una ciudad gris.
Recuerda tus articulaciones antes de las lesiones, tu hígado antes de los excesos, tu corazón antes de las traiciones.

Y puede reconstruir.
Pero para eso… hay que hablarle, pedirle.

No como quien recita una oración por costumbre.

No. Hay que darle una intención.
Clara.
Vibrante.
Llena de conciencia.

Dile:
«Mi célula original, te llamo. Reprodúcete. Envía una copia perfecta de ti misma donde mi cuerpo la necesite.»

Y visualízala.

Siéntela activarse.
Siéntela bajar como una gota de luz hacia tu hígado, tu riñón, tu articulación dolorida.

Imagínala tomando su lugar, fusionándose, informando a las células enfermas a su alrededor.

Esto es ciencia vibratoria.
Esto es física cuántica.

Y sobre todo, es amor inteligente.

No es magia.
Es orgánico.
Pero pide presencia, repetición y fe.

La medicina moderna dirá que es una locura.
Pero la medicina moderna olvidó el alma.
Solo habla de cifras, estadísticas, moléculas.
No habla de la inteligencia infinita contenida en cada hebra de ADN.

Tú sí.
Tienes esa llave.
No se compra.
Se despierta.

Y si decides probarlo, día tras día, lo verás.
Los dolores se calman.
Los bloqueos se aflojan.

Las células escuchan.
Solo esperan a que recuerdes tu poder.


/
Hubo un tiempo, alrededor de mis 45 años, en que mi rodilla derecha empezó a traicionarme de verdad.
Llevaba ya dos años instalada la molestia, dolorosa, pesada, siempre presente.
Yo que siempre había sido deportista, dinámico, móvil… ahí estaba cojeando como un viejo pirata jubilado.

Me dije: «Bueno, ya está, le he dado demasiado caña.»
Así que, como buen ciudadano todavía algo ingenuo, fui al médico.
Escáner.
Resonancia.
Radiografías.
La artillería pesada.
Y el veredicto cayó como un hachazo:
«Lo siento señor, su rodilla está jodida. Casi no queda líquido sinovial entre hueso y cartílago.»

Gracias, hasta luego.

Salí de ahí cojeando, frustrado, con la sensación de haber perdido más tiempo y ánimo que haber ganado una solución.
Pero algo dentro de mí no aceptaba ese diagnóstico.
Imposible creerlo.
Estoy hecho para moverme, bailar, correr, trepar, vivir en un cuerpo que funciona.

Así que cambié de método.
Cada día, hablé a mi célula madre, esa pequeña centinela de luz guardada en mi corazón, como una joya viva.
Le hablé.
De verdad.
«Mándame células nuevas.
Células fuertes.
Dirígelas a esta rodilla.
Elimina las viejas muertas.
Ayúdala a repararse.
A regenerarse.
A volver a ser ella misma.
Por favor.»

Y seguí viviendo.
Dejé que pasara.
Solté.

Esa es una de las claves: confiar en el cuerpo, sin obsesionarse, sin vigilar cada micro-signo.
Plantas la semilla, y no levantas la tierra cada mañana para ver si ya creció.
Sobre todo, no hagas de una piedrita una montaña enorme…

Pasaron unas semanas.
Dos, tres meses quizás.
Y sin darme cuenta… empecé a notar mejoría.
Fluidez.
Movilidad recuperada.
Un día me arrodillo sin pensarlo.
Y ahí: sin dolor.
Volvió.
Natural.
Mágico.

Un año después, ni me acordaba de esos dolores.
Se habían borrado de mi memoria… como si nunca hubieran existido.
Pero no es todo.
Porque detrás de todo síntoma físico, suele haber una causa energética o emocional.
Y la rodilla, en lenguaje simbólico, habla del «YO-NOSOTROS», sobre todo en pareja o familia.

También habla de sumisión, rigidez, del rechazo a doblarse.

Y en esa época… yo era papá soltero.
Criando a mis hijas con bastante rigor (demasiado), intentando hacerlo bien pero sin estar siempre en la escucha o la flexibilidad.
Llevaba todo a rajatabla, creyendo que era la mejor manera de guiarlas.
Pero esa rigidez volvió… en mi rodilla.

Así que sí, estaba el cuerpo, sí estaba la conciencia, pero sobre todo había una invitación a soltarme, por dentro.

A perdonar. A relajar. A escuchar.

Y hoy, si puedo correr, bailar, arrodillarme, es quizá porque también aprendí a doblarme por dentro, sin romperme.

/
Hoy juegas pádel cada día, nadas, caminas, haces bici… y nunca te he oído quejarte de tu rodilla, ni de otra parte del cuerpo (salvo algún dolor de cabeza después de una fiesta… jaja).

Siempre es agradable oír estas cosas de otros, pero es mucho más potente cuando viene de nuestras propias historias y de nuestra magia interior.

Una amiga me prestó un libro llamado «El gran diccionario de los malestares y las enfermedades».

Explora el vínculo entre nuestros males físicos y los conflictos internos provocados por pensamientos, sentimientos y emociones.

Mal-decir… enfermedad.

He escuchado a menudo hablar de quistes.
Cuando tuve uno, abrí este libro, y la definición me dejó sin palabras:
«Un quiste puede reflejar remordimientos ligados a un proyecto o deseo inacabado, así como una acumulación de emociones y pensamientos no expresados.
Simboliza un bloqueo de energía vital, ligado al apego al pasado, al rechazo de perdonar o a esquemas mentales rígidos que protegen pero limitan la apertura y el avance.
Puede nacer de un sentimiento de impotencia, rencor o necesidad de reconocimiento, y empeorar cuando reprimimos emociones o huimos de los conflictos.
En situaciones de miedo extremo, puede evolucionar hacia algo más grave.»

Al leerlo, me di cuenta de lo mucho que esa descripción encajaba con una situación que estaba viviendo y que no lograba superar.
Aquel día solté, acepté esa «injusticia» que sentía… y por fin pude pasar página.

El deporte y el sudor : exorcismos modernos

El movimiento es una clave.
El cuerpo no está hecho para la inmovilidad.
Está diseñado para la acción, el aire, la tensión liberadora.

No nacimos babosa ni serpiente.
Tenemos 4 miembros, hechos de segmentos.
¡Estamos hechos para movernos!
Claro.

El deporte, el yoga, las artes marciales no son solo disciplinas físicas.
Son caminos de alineación.
La mente se calma, la respiración se hace más profunda, la energía circula.
Las emociones bloqueadas se liberan.

¿Cuántas lágrimas silenciosas caen en las mejillas de un corredor en plena carrera?
¿Cuántos nudos se desatan en un dojo silencioso, con estrellas de cansancio frente a los ojos?
¿Cuántas sombras se iluminan en una esterilla de yoga?

Las herramientas a nuestra disposición : reconectar con el cuerpo, pacificar la mente

En esta época saturada de información, notificaciones, «scroll infinito» y estímulos constantes, nuestra mente parece muchas veces un niño hiperactivo después de tres chocolatinas.
Corre en todas direcciones, salta de una idea a otra, imagina problemas, da vueltas, se preocupa, anticipa, se asusta, todo eso en pocos segundos.

Entonces ¿qué hacer?
Domarla.
Ponerla en su lugar.
Y para eso tenemos a nuestra disposición herramientas poderosas, simples, a veces ancestrales.
Prácticas capaces de calmar el ruido interno, volver a arrancar la circulación energética, y poner de nuevo en orden nuestro templo interior.

El yoga, por ejemplo.
Un verdadero arte de paz interior, no se trata solo de tocarse los pies o de respirar con estilo, no, se trata sobre todo de volver a uno mismo, calmar el ego, crear espacio entre nuestros pensamientos.
El yoga actúa como un reset energético.
Entras estresado, tenso, agitado, y sales… con una paz silenciosa, profunda, casi sagrada.
Una adicción sana, al fin y al cabo.

Y de paso, practicar yoga también da la sensación de inscribirse en una tradición milenaria, un camino espiritual antiguo, venido de sabios hindúes o tibetanos.
Solo eso ya te alinea un poco los chakras, ¿no?

Pero tampoco nos engañemos.
Las clases de yoga a veces están llenas de ego sobre esterilla: esos que caminan despacio como maestros zen, con una sonrisa demasiado radiante pegada en la cara y una voz suave como una app de meditación guiada…
Nos caen bien, pero se ven rápido.
Y al fondo, nos muestran un espejo útil: nosotros también podemos caer en la trampa de la espiritualidad de postureo.

Otro tesoro del arsenal: las artes marciales.
Ahí entramos en serio.
Rigor, disciplina, precisión, raíces.
El cuerpo se vuelve un templo en movimiento.
La mente no tiene opción: o sigue, o se calla.
Porque un golpe mal anticipado, y al suelo.

Las artes marciales nos enseñan el autocontrol, el respeto, la humildad… y, paradójicamente, cuanto más fuerte te vuelves físicamente, menos necesitas demostrarlo.
Eso es la verdadera fuerza.


/
En mi caso, las artes marciales literalmente me salvaron la vida. Radical.
Pasé de ser un zombi asustado de 20 años, obsesionado con la aprobación social, el que sonreía demasiado fuerte para hacerse amigos, el que escondía un jogging bajo el vaquero para parecer más musculoso, a ser un tipo que pisó un tatami y ahí… revelación.

El arte del «camino».
Caminar descalzo sobre un suelo que huele a respeto, rodeado de pósters de maestros zen con miradas profundas, con ese profe japonés de carisma silencioso…
Wow.
Sentí enseguida una vibración.
Una de verdad.
No un simple escalofrío, no: una resonancia en mis tripas.

Siete años después, cinturón negro en la cintura, descubrí en mí una fuerza tranquila… y un ego loquito que quería enseñar ese cinturón al mundo entero.
Cinturón que llevaba bien visible, claro, no escondido en una bolsa. Era mi trofeo, mi pase para POR FIN un poco de reconocimiento.
Y lo había soñado tanto.

Obvio, trampa clásica: el ego espiritual versión tatami.
Iba a entrenar tanto para progresar como para brillar.
Y lo sabía.
Pero vaya que era rico ese pequeño chute de reconocimiento.

El tiempo pasó.
Esa necesidad se fue calmando.
Un segundo Dan me llegó como un guiño del universo, pero sobre todo, empezó un giro interno.

Un buen día, ya no tuve más necesidad de pelear.

Ya no de repetir una y otra vez esos mismos movimientos, por muy perfectos que fueran.
Había otra cosa que me llamaba.

Un nuevo dojo.
Interior esta vez.

Y ahí, sin darme cuenta, empecé a soltar las armas.
Por fin.
Empecé a sentirme en paz.


Y luego está el deporte en general.
Cualquiera.
Sudar, moverse, activar el metabolismo, despertar las células dormidas, soltar toxinas, reactivar la bio-dinámica del cuerpo.

No hace falta ser atleta.
Lo que importa es la regularidad, la voluntad, esa pequeña llama interna que nos empuja a no quedarnos hundidos en el sofá, atrapados por las series o Instagram.

En esta era digital, nuestra mayor pelea es contra la pereza moderna.
Esa que se disfraza de confort, de entretenimiento, de facilidad.
Pero que al final, a largo plazo, apaga nuestros sentidos, nuestra energía, nuestro fuego sagrado.

Es hora de meter un poco de voluntad en nuestro día a día.
Un poco de disciplina.
Un toque de sudor.
No para volverse un monje shaolin, sino para recuperar nuestra soberanía interior.

Mover el cuerpo es también despertar el alma.

Entonces… ¿esterilla de yoga o guantes de boxeo?
Cada uno con su camino.
Lo importante es moverse, respirar, reconectarse a esa alegría simple de existir en un cuerpo vivo, vibrante y despierto.


/
Ya perdí la cuenta de las veces que el deporte me salvó.
No solo físicamente.
Sino emocionalmente, mentalmente, existencialmente.

¿Cuántas veces corrí llorando, con el corazón pesado, la respiración corta, sin siquiera saber por qué?
Las lágrimas bajaban solas, como una fuente que llevaba demasiado tiempo esperando.

Y ahí está toda la magia del cuerpo en movimiento.
La mente se apaga, o al menos, suelta un poco el mando del barco.
Deja de dar vueltas, de analizar todo, de querer entender, controlar, retener.
Deja espacio a otra cosa.
A una sabiduría más profunda.
A la emoción pura.
Al soltar.
A la sanación.


Cuando corro, vuelvo a ser ese niño libre, ese caballo salvaje corriendo en la playa, crin al viento, corazón latiendo al ritmo de las olas.
Correr me ancla al presente.
Es como gritar sin hacer ruido.
Es expresar lo que no sé decir de otra forma.

Y luego llega esa alquimia rara…
Los pensamientos se disipan en la respiración.
Las tensiones se derriten en el calor del cuerpo.
Y de pronto, aparece una paz inesperada.
Silenciosa.
Tranquila.
Regeneradora.

Ese momento cuando, una vez terminado el esfuerzo, te quedas ahí, empapado en sudor, pero más ligero que nunca.
Una sensación de victoria íntima, de reconexión contigo mismo.
Es como si el alma al fin encontrara un canal para respirar a través del cuerpo.

En mi caso, con un pasado cargado de heridas que la vida me sirvió generosamente, siempre sentí ese llamado visceral a moverme, sudar, soltar.
No es un capricho, es una necesidad.
Un ritual.
Una medicina.
Una oración en movimiento.

Y si puedo correr en las playas más bonitas del mundo, entonces eso es éxtasis.
El encuentro entre el aire y los elementos.
Mi sudor se mezcla con la sal del mar, mi fuego abraza las vibraciones de la arena, y vuelvo a ser puro movimiento, puro instinto, puro presente.

Hoy, con más de 60 años, no puedo imaginar un día sin esa bocanada de vida.
(mi nueva pasión: el pádel)
Mi cuerpo lo pide, mi mente lo bendice, mi alma lo celebra.
Tengo que sudar.
Tengo que hacer circular esa energía dentro de mí, para que no se estanque, no se hunda, no se apague.

No es una adicción.
Es una fidelidad a mí mismo.
A mi necesidad de libertad.
A mi alegría de vibrar.

/
Mi padre siempre nos empujó a movernos, a hacer deporte, a gastar energía desde pequeñas.
En ese tiempo, a veces lo odiaba por querer que encontráramos «nuestra» disciplina, o al menos que practicáramos alguna.
Del tenis a la gimnasia, del circo a la escalada, del esquí a la vela… exploré casi todos los horizontes posibles.

Y hoy se lo agradezco infinito.
Superarme, la disciplina, el esfuerzo, y luego el alivio tras el entrenamiento, esa sensación de logro incluso con dolor… todo eso me formó.
Son lecciones que apliqué mucho más allá del deporte, en cada parte de mi vida.

Ahora sé que cuidar mi cuerpo a través del movimiento no es una fase, es un compromiso.
Y seguiré honrando ese vínculo, cultivando esa fuerza, por el resto de mis días.


Dolor, sufrimiento… y el cáncer : cuando el cuerpo grita lo que el alma calla

En nuestras sociedades modernas, tan rápidas en «aliviarlo» todo a golpes de química, se vuelve casi imposible tocar fondo.
Bajar, de verdad, ahí donde rasca, donde llora, donde grita por dentro.
A la primera molestia, al mínimo malestar, sacamos la pastilla.
A la primera caída de ánimo, pum, la receta mágica.
Pero en ese reflejo tan común, olvidamos algo esencial: el dolor tiene una voz.
Y tiene un mensaje.

Ya no nos dejan el espacio para escuchar ese mensaje.
El depresivo ya no puede bajar al fondo de su noche para encontrar su fuego sagrado.
Le enchufan antidepresivos que anestesian todo: las lágrimas, pero también la luz.
El alcohólico, después de tres días con suero, sale con el hígado «limpio», pero el alma igual de perdida.
Lo han tratado… por encima.

El dolor no está ahí para castigarnos.
Es una señal de alarma.
Un llamado a la introspección.
Nos dice que algo anda mal: en nuestro modo de vida, en nuestras elecciones, en nuestras relaciones, en nuestros pensamientos, en nuestra dirección.
No es nuestro enemigo, es nuestro aliado.
Nos invita a frenar.
A escuchar.
A cambiar.

¿Y si no escuchamos?
¡Bum! El muro a 120 km/h.

Imaginen su cuerpo como una gran red ferroviaria.
La energía circula como trenes: fluida, rítmica.
Solo que el estrés crónico, las emociones reprimidas, las creencias tóxicas… todo eso crea nudos.
Estaciones donde la energía se estanca.
Y cuando se satura, se calienta.
Se inflama.
Se bloquea.
Ahí aparecen los dolores.
No al azar, sino con sentido.

La rodilla, por ejemplo.
Simboliza a menudo nuestra relación con el «nosotros» en la pareja.
«Yo-nosotros».
Y también nuestra capacidad de doblar, de mostrar humildad.
¿Dolor en la rodilla?
Quizás te niegas a ceder ante una situación, o ante ti mismo.

La espalda es aún más simple: cargamos demasiado, punto.
Demasiadas cargas, demasiado peso en nuestra vida.
Entonces la columna grita y el dolor lo muestra.

Pero la medicina convencional solo ve el hueso, el tendón, la inflamación.
Te receta un analgésico.
Y ahí estás, aliviado… por unos días.
El síntoma se tapa, pero la raíz sigue ahí, bien viva.

¿Y si invertimos la lógica?
¿Y si acogemos el dolor como un mensaje sagrado?

Podríamos simplemente decirle: «Gracias. Entendí que algo en mí pide ser visto, escuchado, amado. Te escucho.»
Y luego, dejar que el cuerpo actúe.
Porque sí, el cuerpo sabe repararse.
Muchas veces basta con dejarlo hacer.

«Y lo mejor suele ser ayunar. Hablo de eso más adelante…»

Pero ojo… enfocarse sin parar en un dolor es amplificarlo.
La energía sigue a la atención.
Cuanto más piensas en lo que va mal, más lo alimentas.
Mientras que si enfocas tus pensamientos en la paz, la fluidez, la sanación… ¿adivina qué pasa?
Cambias la vibración.
Y el cuerpo sigue.

¿Y los cánceres en todo esto?
Hablemos de eso.

El cáncer se volvió el premio gordo de la industria farmacéutica.
Una vaca lechera.
Una mina de oro para Big Pharma.

Un paciente con cáncer genera en promedio 35 000 euros.
No es raro que le receten quimioterapias en cadena, aunque la esperanza sea mínima.
El médico recibe su parte.
La industria también.
Y todos se enriquecen, menos el enfermo, que se empobrece, se debilita, y muere muchas veces en sufrimiento.

¿Y si nos atrevemos a decir en voz alta lo que muchos piensan en silencio?
La quimio es un veneno.
La palabra misma no lo esconde.

Y seguimos, aún en 2025, inyectando esas sustancias súper tóxicas, como si fueran la única solución.
Cuando ya sabemos que el cáncer no es solo una enfermedad del cuerpo.
Es una enfermedad del alma.
Una profunda desarmonía.
Un grito silencioso del «yo» que ya no soporta traicionarse.
Demasiados compromisos, demasiadas apariencias, demasiados silencios tragados.
Desde hace demasiado tiempo.

Y hay tantos testimonios de personas que, después de rozar la muerte, entendieron.
Que cambiaron.
Que sanaron.

Como Anita Moorjani (búscalo en Internet), esta mujer indo-mauriciana, muerta de un cáncer declarado incurable… y que volvió con un mensaje de luz. Entendió, una vez en la luz, que su enfermedad venía del miedo, de someterse a una vida que no era suya, a una religión que no la nutría.
Una vez abrazada esa verdad, sanó al regresar a su cuerpo.
De inmediato.
Sin quimio.
Solo reconectando con su esencia.
Su milagro.

Entonces, sí, hay otras fuerzas actuando.
Fuerzas que nos superan.
Fuerzas que ni sospechamos, porque nuestra conciencia aún es limitada.
Pero están ahí.
Y nos hablan a través de nuestro cuerpo.

A través de nuestros dolores.
A través de nuestros silencios.

Escúchalos.


/
Conozco a una mujer con un camino roto.

Nacida en una familia disfuncional, creció en un clima de abusos, toqueteos, silencios pesados, miradas fuera de lugar.
Varios hombres de su entorno familiar cruzaron los límites de la inocencia.
Sus referentes masculinos, que debían protegerla, la fueron abandonando uno tras otro.
Y su madre no era más que un eco roto de sí misma: inestable, herida, dura, incapaz de amar sin herir a su vez.

Esa mujer, para sobrevivir, no tuvo más remedio que construir una muralla interior.
Una fortaleza fría, sólida, casi admirable.
Encerró sus heridas en lo más profundo de sí, bien selladas, bien enterradas.
¿Hablar? Nunca.
¿Revivir? Imposible.
¿Amar? Demasiado peligroso.

Así que aprendió a vivir sin.
Sin amor, sin confianza, sin apertura, sin verdadera alegría.
Su vida se congeló al inicio de su madurez.
Una existencia en apnea.
Los años pasaron, siempre iguales.
Sin grandes destellos, sin risas verdaderas, sin esos impulsos locos que hacen latir el corazón de otra manera.

Pero las emociones, aunque bien encerradas, no desaparecen.
Se estancan.
Fermentan.
Se vuelven ese barro invisible en las profundidades del vientre.

Y un día, su cuerpo habló.
Más fuerte que ella.
Un cáncer.

Claro que es lógico.
Cuando no dejas salir el dolor, termina golpeando desde dentro.

Ella luchó.
Con fuerza.
Con lágrimas.
Con tratamientos venenosos, hospitalizaciones, aislamientos.
Venció la enfermedad… en la superficie.
Fue declarada curada.

Pero yo no estoy seguro de que lo esté de verdad.
Porque las palabras aún no fueron dichas.
Las lágrimas, aún no derramadas.
Los fantasmas, aún no reconocidos.

Y mientras los males no encuentren sus palabras, nada está realmente terminado.

/
Otro ejemplo claro de gente que va en su «carrera desenfrenada» por el dinero (o contra el tiempo) y que… se olvida de sí.

Conozco a dos personas con grandes problemas de salud.

Uno es un «toro» bien anclado en la materia que pasó su vida construyendo.
Negocios, y ahora casas.
El único objetivo es claro… el dinero.
Ahora le duele tanto la espalda que quiere bloquearse las lumbares, porque –adivina qué– es lo que la medicina le propone.
Sí, vale, eso pondrá fin temporal a sus dolores agudos, pero sinceramente… simplemente carga demasiado.
Sobre sus hombros.
Demasiadas cargas, demasiadas preocupaciones, y cuando es demasiado, el cuerpo grita.

El segundo es un perfecto «géminis».
Desde hace 20 años crea empresas para la gente, se mueve en lo social y los papeles, arma estructuras y se organiza alegremente entre decenas de clientes.
Mala suerte para él, también se casó con una mujer que le complica mucho la vida.
Así que ahora tiene piedras en la vesícula biliar.
¿Te suena?
Pues sí, lleva haciéndose bilis desde hace mucho, no se escucha, no frena, y su cuerpo ya no puede más.
Él mismo lo reconoce, sufre desde hace tiempo.
Y no hace nada, no cambia nada en su vida.

Al final, él también va a ser operado.

Vaya… ¡todo podría ser tan simple!

El testimonio de Amélie : la reencarnación de la prueba

Algunas almas recrean escenarios olvidados.
El cáncer se convierte entonces en un rito.
Una prueba sagrada.
Una puerta hacia una transformación.

Amélie – mi primera y maravillosa esposa –, antigua aspirante a sacerdotisa en el Egipto antiguo, no había logrado su prueba de iniciación, hace ya mucho tiempo…
Volver en esta vida con un alto nivel espiritual la empujó, inconscientemente, a repetir esa escena.
Esta vez, a través de una leucemia.
La incomprensión del mundo médico, la incomodidad de los cercanos, las dudas del entorno: nada de eso podía borrar la verdad profunda.
Amélie había elegido este paso.
Para intentar de nuevo la elevación.
Para sanar un ciclo antiguo.
No sobrevivió.
Pero entendió.
Y en esa comprensión, sembró una luz.

Déjenme contarles su historia:


Érase una vez…

En tiempos de los faraones, en el antiguo Egipto, una bella joven vestida de blanco, aprendiz de vestal, se prepara para pasar una prueba.
Es la prueba suprema.
Lleva años trabajando y preparándose para llegar aquí.

Son una decena las que hasta ahora lograron superar su recorrido lleno de desafíos diversos.
Años de aprendizaje para llegar hasta aquí.
El templo busca una nueva adivina.
Si lo logra, será nombrada sacerdotisa.
Si fracasa, morirá.
El propósito de esta prueba es permanecer encerrada en un sarcófago durante cuatro días.

Sin nada.
Sin aire, sin comida, sin ayuda.
Si sale viva, será sacerdotisa.
Si no sale, habrá fracasado, muerta.

La joven se desliza en su ataúd de mármol helado.
Varias asistentes cierran después la pesada tapa de granito sobre su cuerpo extendido, sellan el sarcófago.
Los cuatro días pasan…

Se reabren los sarcófagos.
Se encuentran cuerpos inertes, sin aliento.
Muertas, la mayoría de las aspirantes a sacerdotisa.

Amélie estaba entre ellas.

Amélie, a quien reencontramos en el año 2005, casada y madre de dos hijos.
Mi exesposa amada.

Había tenido varias vidas desde aquellos tiempos antiguos, vidas que había olvidado.

En esta vida presente, llevaba algunos años unida a un círculo de terapeutas de luz.
Se les llama los esenios.
Sigue a un guía, aprende y lo ama intensamente.
Brilla de año en año, y se convierte en un faro.
Sube progresivamente los peldaños de la luz dentro del grupo, y rápidamente se convierte en asistente de la sacerdotisa.

Es entonces cuando su conciencia le lanza una sugerencia poderosa, irresistible, locamente atractiva.

En su etapa ascensional, habrá reconectado con reminiscencias emocionales considerables, recreando la misma densidad de emociones y vibraciones que en aquella vida lejana.
Pero aún no lo sabe.

La vida es un gran juego, ¿se atreverá a jugar…?

Todos los factores están ahí, los elementos detonantes presentes, formas-pensamiento, conciencia, alma, todo empuja a repetir esa partida perdida.

Y su cuerpo recrea su sarcófago de antaño.
Cáncer.
Leucemia aguda.
¡Bum!

Ese es, al menos, el término de los médicos-robots que auscultaron su cuerpo.

Ella que no bebía ni fumaba, ella que meditaba y practicaba en conciencia el amor por la luz, ella que sanaba a los demás, que practicaba yoga a diario, ¿ahora con cáncer?

¿Lo creen ustedes?
¡Es imposible!
¿Cómo podría ser?

Solo que su destino es mucho más alto que la suma de todas nuestras creencias terrenales.
En verdad, se habrá recreado su prueba suprema, antaño fallida.
Tan importante para su alma.
Para jugar.

Habiendo alcanzado de nuevo un alto nivel de estudios espirituales y de vibraciones en la luz, se ofrece –en un desafío personal inconsciente– la posibilidad de alcanzar por fin su Santo Grial.
Llegar al objetivo final que guarda en secreto en lo más hondo de sí desde vidas y vidas…
Convertirse por fin en una gran sacerdotisa.

La vemos postrada, débil, enfrentando sus peores miedos, entre ellos el de morir.
Re-morir.
Con su familia, a mil leguas de imaginar el porqué, lanzándole olas de miedo, todas nacidas de la Matrix.

Y ese Sistema médico y esos robots-salvadores de vida que vierten en ella el infame líquido venenoso, supuestamente para cambiar su sangre, como si la causa estuviera ahí…

Ella lucha.
Mucho tiempo.
Sola con su conciencia, intentando saber por qué le pasa.
Preguntándose por qué los dioses le envían esta prueba.

Solo lo entiende hacia el final, en sus múltiples salidas de ese cuerpo que no deja de deteriorarse, cuando toma conciencia de que su envoltura ya no podrá sostener el espacio vital de su alma intentando reingresarlo, y que pronto deberá dejarlo para siempre.

Se fue llevándose su secreto.
Había fracasado otra vez.

Dejando a los humanos con sus dolores, y ella navegando hacia un próximo karma, una próxima vida en la que –no cabe duda– volverá a crear las condiciones para ganar ese último combate personal que la persigue desde varios intentos.

Se fue allá arriba, muy arriba en las capas superiores de la jerarquía de la luz, para ayudar a disolver ciertos egrégores cargados negativamente que pesan sobre la Tierra.
Hasta pronto, mi querida y dulce Amélie, nos reencontramos en poco tiempo.


He aquí una historia que escapa a toda racionalidad.

Sin embargo, cuando la leemos con el corazón, entendemos el extraordinario gigantismo de todo esto, cómo nuestras vidas están ligadas a un pasado olvidado, y que no podemos escapar de ciertas leyes divinas desconocidas o rechazadas por la ciencia en la Tierra.


/
Al leer esta historia, recuerdo un sueño que tuve hace unos años.

En ese sueño, un hombre, mi pareja y amor, me apuñalaba en la parte baja de la espalda.
Exactamente donde tengo una gran mancha de nacimiento, como una mancha de vino derramada sobre una mesa.

Nunca olvidaré su mirada: me observaba con una intensidad dolorosa, luego me abrazó.
Yo sabía que no lo hacía por crueldad, sino porque debía hacerlo.
Como si nos hubieran descubierto, como si nuestro destino ya estuviera sellado.
Sentí el choque del impacto, lo inesperado, la traición a pesar de todo… y al mismo tiempo esa extraña certeza de que su gesto me protegía de un mal aún mayor.

No sé si ese sueño es una reminiscencia de una memoria antigua.

No pretendo conocer lo que hay después de la muerte, ni afirmar con certeza que nos reencarnamos.
Pero sé que, en lo desconocido, a veces se esconden mensajes, fragmentos que calman y reconfortan el alma.

Y quizá eso es también lo que la historia de mi madre, Amélie, nos enseña: que algunas pruebas que parecen absurdas o crueles toman otro sentido cuando las colocamos en una continuidad más vasta.

Tal vez nuestras cicatrices, nuestros sueños, nuestras manchas de nacimiento, nuestras intuiciones… sean huellas de esas historias olvidadas que aún buscan expresarse a través de nosotros.

/
¡Pero claro!
Yo digo: ¿por qué no?

Todos hemos visto películas medievales en las que vikingos o asaltantes atacan un castillo con salvajismo, y para no acabar mutilada, torturada, violada y humillada, el príncipe o el señor mata voluntariamente a su esposa aterrorizada en sus brazos, en el último momento, cuando la puerta del torreón vuela en pedazos bajo los golpes de los invasores…

Para ahorrarle un final horrible.

¡Me gusta tu historia!
Y tu mancha de vino en la espalda… nadie nunca pudo darnos otra explicación más «folklórica» e inventada que esta.
Sabiendo además que en esta vida estás tan «ligada al Amor», esperando con pureza y pasión a tu verdadero amado…

¿Por qué no…?

La medicina moderna y sus límites

La medicina de hoy es poderosa, sí.
Cirugía de punta, imágenes de precisión, antibióticos, trasplantes, tratamientos de urgencia.
Puede salvar una vida en pocos minutos.
Levantar a un accidentado.
Prolongar la vida de manera espectacular.
Es un progreso indiscutible… pero incompleto.

Porque esta medicina trata los síntomas.
Pone parches.
Calma.
Suprime.
Pero no siempre cura en el sentido profundo del término.
No va, o casi nunca, a la raíz.
Se concentra en el "dónde duele", rara vez en el "por qué duele".

Nos alivia, muchas veces… pero también nos quita responsabilidad.
Instala en la mente colectiva la idea de que la salvación vendrá de afuera.
De una pastilla mágica.
De un médico con bata blanca.
De un protocolo estandarizado.
Nos empuja a olvidar que tenemos dentro de nosotros una fuerza de auto-sanación, un saber innato, una inteligencia corporal y emocional mucho más poderosa de lo que creemos.

Y hay que decirlo claro: la medicina actual es también, y sobre todo, una industria.
Un imperio económico tentacular.
Laboratorios millonarios, cadenas de hospitales, flujos financieros colosales.
Millones de empleos, patentes, lobbies, cuotas de mercado.

¿Podemos creer en serio que la prioridad, en este sistema, sea curarte rápida y definitivamente?
Seamos claros: un paciente curado es un cliente perdido.
En cambio, un paciente estabilizado a base de tratamientos recurrentes es un abono de larga duración.

Esto no quiere decir que haya que tirarlo todo a la basura.
No.
La medicina moderna tiene fuerzas increíbles.
Es excelente en la urgencia, en la mecánica, en la intervención quirúrgica.
Pero olvida lo demás: lo vivo, lo emocional, lo energético, el vínculo entre el cuerpo, el alma y el espíritu.

Imaginen una medicina que no se limitara a cortarte donde sobra o a tapar el dolor, sino que buscara entender por qué tu espalda se bloquea, por qué tu hígado está cargado, por qué tu piel grita con eczema.
Una medicina que escuchara tus palabras... para entender tus males.

Imaginen una colaboración humilde y fértil entre las tecnologías de hoy y la sabiduría de las medicinas ancestrales.
Entre el bisturí y la oración.
Entre el escáner y la intuición.
Entre la molécula y la vibración.

Sí, la medicina moderna podría volverse magnífica.
Hasta asombrosa.
Si tan solo se atreviera a reconocer que el cuerpo es más que una máquina.
Que la salud no es solo ausencia de síntomas, sino un equilibrio sutil entre lo de adentro y lo de afuera.
Entre lo que vivimos, lo que sentimos, lo que digerimos (emocionalmente), lo que pensamos y lo que creemos.

No necesitamos elegir entre enfoques.
Necesitamos unirlos.
Reconciliarlos.
Devolver al paciente su soberanía.
Y a la medicina… su humanidad.


/
Quería ser cirujana cuando era niña.
Siempre tuve ese deseo de ayudar, de curar, de salvar.
Pero cuando mi madre tuvo cáncer, descubrí los hospitales desde dentro.
Seguí los análisis, los protocolos, los diagnósticos… y me golpeó esa falta brutal de colores, de emociones, de humanidad.
Todo parecía frío, estéril, mecánico.

No culpo a los médicos, al contrario.
Sé cuánto están desbordados, sobrecargados, agotados emocionalmente.
¿Cómo dar una escucha real cuando encadenas urgencias y cargas con el dolor de decenas de pacientes cada día?
No es un juicio.

Pero esta experiencia me hizo entender algo esencial: como mi padre lo expresó, medicina moderna y medicinas antiguas no deberían oponerse, sino complementarse.
Una brilla en la urgencia, en la técnica, en el rescate inmediato.
La otra explora las raíces profundas del mal, la psique, lo emocional, las causas invisibles.

Hacia una medicina integrativa

Un día llegará en que los médicos recetarán silencios, respiraciones, momentos de soledad.
En que los hospitales recibirán también terapeutas energéticos, comadronas del alma, sanadores del corazón.

Un día llegará en que la enfermedad no será vista como un enemigo a eliminar, sino como un mensaje a escuchar.
Una oportunidad de realinearse, no una condena a evitar.

Porque el cuerpo no es solo una máquina.
Es un ecosistema sutil.
Necesita nutrientes, sí, pero también paz interior, sueños que nutran, relaciones sanas, coherencia emocional.

Cuando todo eso está en su lugar… se vuelve capaz de regeneración.
De armonización.
De milagros.


Conclusión : reaprender a habitar el cuerpo

Amar tu cuerpo es honrar la vida.
Es escuchar sus mensajes.
Respetarlo.
Nutrirlo.
Moverlo.
Darle descanso.

Es también hablarle.
Confiar en él.
Darle las gracias.

En un mundo que nos empuja a salir de nosotros mismos, a buscar fuera las soluciones, es hora de volver hacia adentro.
Allí donde todo empieza.
Allí donde todo se sana.
El cuerpo no es un obstáculo.
Es un aliado.
Un guía.
Un portal hacia el alma.
Y solo pide ser reconocido por lo que es: un milagro vivo.




── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆

Integración – un paso a la vez…

No intentes entender todo de golpe.
Esto no es un examen.
No es una carrera.
Las verdaderas tomas de conciencia se instalan despacio, a veces en silencio, como semillas plantadas en la noche.
Germinarán cuando sea el momento justo.
Regálate la libertad de dejarte atravesar sin querer agarrar nada.

Acepta no «saber» todo de inmediato.
En esas zonas de incertidumbre suelen esconderse las mayores revelaciones.
La mente querrá ordenar, clasificar, explicar.
Pero tu ser profundo necesita sentir, vibrar, dejar que todo se infusione.
Así que… toma mucha agua en los próximos días…

Cierra los ojos.
Escucha lo que tu cuerpo susurra.

Y si todo esto aún te parece borroso, confuso o hasta incómodo… mejor.
Significa que algo se está moviendo.
Somos muchos los que despertamos, cada uno a nuestro ritmo.

Y a veces, dejar reposar… es avanzar.




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