Aucune langue trouvée. Chapter 4 – Facing Your Shadows, Finding Your Light | The True Self

Chapter 4:
Facing your shadows to find your light

inner shadow work, facing fears, integration journey

Duration : 1h 30

Content

En el capítulo anterior, reaprendimos a habitar nuestro cuerpo.
Vimos que la salud no es solo cosa de medicinas, sino de movimiento, de alegría, de conciencia, de conexión con uno mismo.

El cuerpo es un espejo.
Habla, avisa, a veces grita.
El dolor, la enfermedad, incluso el cáncer, no son condenas sino mensajes.
Señales del alma cuando ya no se la escucha.

Descubrimos el poder de la célula madre, la fuerza del sudor, los beneficios del deporte, la importancia de la alimentación y los límites de la medicina moderna cuando olvida al ser en su totalidad.

Pero todo eso no basta si una parte de nosotros sigue en la sombra.

Este capítulo te invita a mirar lo que huyes.
A reconocer lo que enterraste.
A hacer las paces con lo que escondes, incluso de ti mismo.

Porque no es rechazando la sombra como sanamos.
Es acogiéndola, con lucidez y amor.

¿Listo para bajar un poco más dentro de ti?

Ahí es donde empieza la verdadera luz.

sombras interiores y luz |  aceptar tus partes oscuras  |  autenticidad y vulnerabilidad  |  sexualidad sagrada y energía vital  |  salir de la zona de confort  |  domar tus miedos profundos  |  muerte simbólica y renacimiento  |  sanación emocional  |  atreverte a ser entero y completo  |  máscaras sociales e ilusiones  |  transformación a través de la sombra  |  espiritualidad de la plenitud

Chapter content 4

Introducción : la otra mitad del ser

Tantos caminos espirituales tienen como meta subir hacia la luz.
Pero pocos enseñan a honrar la sombra.

Sin embargo, el verdadero despertar no puede darse sin esa reconciliación.
El Yin no existe sin el Yang, la claridad solo se revela en contraste con la noche.

Todo ser contiene una zona luminosa y una zona oscura.
Querer negar una, es impedirse volverse completo.


La sombra en nosotros : un fuego sin controlar

Las religiones, las morales sociales, las órdenes educativas nos han enseñado a rechazar todo lo que molesta: los impulsos, la rabia, los celos, la sexualidad descontrolada, la rebeldía, el deseo de independencia.

Esa parte se etiqueta como pecado, prohibida, peligrosa.
Entonces, se reprime.
Y cuanto más se esconde, más poderosa se vuelve, sorda, destructiva.

Un hombre puede predicar la virtud de día, y ceder a sus demonios de noche.
Un yogui puede hablar de amor incondicional, y luego escaparse en conductas que la sociedad juzga indignas.
No son contradicciones, sino manifestaciones de una parte negada demasiado tiempo.

Carl Jung decía: « Quien mira afuera sueña. Quien mira adentro despierta. »

Y añadía: « La sombra es esa parte de nosotros que preferimos no ver. »

Ninguna luz crece sin que la sombra crezca también.
Uno nunca va sin el otro.
Yin y Yang.

Entre esas emociones que duermen (aunque nunca del todo) en nuestra sombra, aquí tienes algunas de esas pulsiones oscuras del humano, esas partes a menudo reprimidas, juzgadas, pero profundamente humanas:

  • Sexualidad compulsiva o lujuriosa (deseo obsesivo, fantasías inconfesables, necesidad de dominación o sumisión)
  • Celos y envidia enfermiza (no soportar el éxito o la felicidad de los demás)
  • Necesidad de manipular o controlar (usar las emociones, las palabras o los silencios para lograr sus fines)
  • Tendencia a victimizarse (ponerse en mártir para llamar la atención o evitar responsabilidades)
  • Pulsión de destrucción (ganas de mandar todo al carajo, de sabotear lo que funciona, por rabia o miedo)
  • Adicciones de todo tipo (alcohol, droga, sexo, comida, juegos, pantallas) como escape a una realidad interior mal vivida
  • Rabia interior contenida (que puede transformarse en agresividad verbal o física)
  • Placer oculto en humillar, rebajar o aplastar a otros (a menudo disfrazado de ironía, sarcasmo, humor negro)
  • Compulsión de seducción (necesidad constante de ser deseado, admirado, validado, aunque sea engañándose a sí mismo)
  • Necesidad incontrolable de tener razón (aunque sea al precio de la verdad o de la paz)
  • Disfrute secreto al ver fracasar a otros...
  • Tentación del poder (voluntad de dominar, imponer su visión, sentirse superior)

Son mecanismos naturales pero inconscientes, que no piden ser juzgados, sino acogidos, reconocidos, transmutados.


/
Estos mecanismos de sombra, los tenemos todos.
Son nuestras viejas cargas, nuestros pequeños demonios bien escondidos en el sótano del subconsciente.
Duermen de día, pero a la mínima bronca o fragilidad, zas, salen de su guarida para recordarnos que siguen ahí.
Y muchas veces, agarran el volante.

Es esencial reconocerlos, a esos monstruos en pijama.
No juzgarlos demasiado rápido, sino más bien tratarlos como compañeros temporales de piso.
Sentarse con ellos, entender de dónde vienen, qué trauma o qué dolor los hizo nacer.
Y sobre todo, mostrarles la salida.
Con suavidad, paciencia… y a veces una buena patada energética en el culo.

En mi caso, me tomó veinte años mirar de frente uno de esos mecanismos:
un deseo inconsciente de dominación sobre las mujeres.
Sí, suena feo.
Pero es verdad.
Después de haber sido abusado emocionalmente, y durante mucho tiempo, por mi madre, mi inconsciente pensó que había que restablecer el equilibrio de fuerzas.
Pero lo hizo al revés.
Yo necesitaba controlar, seducir para dominar, humillar a veces sutilmente para inflar un ego herido en la base.
Me tomó dos décadas y unos cuantos corazones rotos (perdón chicas) para ver claro en mi propio juego.

¿El alcohol? Ah sí, él.
Siempre ahí, fiel compañero de ruta, sobre todo cuando quería “olvidarme un poco”.
Tapar las fallas, las heridas de rechazo, esa sensación difusa de ser “no suficiente” o “de más”.

Hoy todavía bebo, pero con más conciencia.
Tengo menos ganas de sabotearme.
Menos necesidad de anestesiarme para no sentir.

Y luego vino esa fase, alrededor de mis 40, donde sentí una urgencia brutal de ser visto.
Pero realmente visto.
Ya era “alguien”, con éxito, con dinero, con logros en mi haber.
Entonces hice lo que hace todo buen ego herido en busca de reconocimiento:
me transformé en un arbolito de Navidad.

Un reloj enorme, casi un despertador en la muñeca —, unos anillos dignos de rapero en decadencia, y un Audi negro con vidrios polarizados, para que todos vieran que yo era alguien serio.
O peligroso.
O las dos cosas.
Quería que me admiraran.
Que dijeran: «Ése, sí que triunfó».
«Ése, es un macho alfa, de verdad».

Unos meses después, el reloj terminó en un cajón (y luego en la basura, sin remordimiento), los anillos me fastidiaban más que nada, y el coche… vendido.
Ya había entendido.
El personaje había jugado su papel, podía salir de escena.

¿Hoy?
Nada.
Ni reloj, ni coche, ni traje.

Una mochila, tres camisetas, un par de chanclas, y yo.
En Asia desde hace tres años, en modo nómada ligero.

¿Y sabes qué? Nunca me sentí tan libre y ligero.
Ni tan Yo.

Dejar respirar su zona de sombra… con discernimiento

Dejar vivir tu zona de sombra puede parecer paradójico.
Obviamente no podemos soltar a lo loco nuestros monstruos interiores, ni dejar que nuestras pulsiones más torcidas dirijan la vida.
Si no, no nos volvemos más libres… solo nos volvemos un desastre.

“A fuerza de hacer cualquier cosa, uno se convierte en cualquiera.”

Pero reconocer esa parte de sombra, escucharla, y a veces darle una pequeña salida controlada… es sano, está bien.
Pegarse una buena borrachera entre amigos de vez en cuando, ¿por qué no?
Soltar un « jod... » o un « fuck off » bien puesto a alguien que lo merece… sienta bien.
Es como purgar la válvula de seguridad: se evita que la olla a presión explote.

La clave es el equilibrio.
No reprimir al punto de explotar, pero tampoco alimentar al monstruo hasta que agarre el volante.


Esas máscaras demasiado lisas

Las sociedades modernas aman a los individuos pulidos, disciplinados, predecibles.
Pero esa fachada produce existencias apagadas, sin vibración.

Demasiada perfección crea esterilidad emocional.

El terapeuta que come papas fritas a escondidas frente a la tele.
El banquero que fuma como un loco después de la oficina.
El yogui que lleva doble vida, comiendo carne, bebiendo vino, y “honrando” a varias mujeres por la noche, o el policía que abusa de su poder gracias al uniforme.

Nada de eso es condenable.
El peligro está en reprimir, en mentirse a uno mismo.

No es el vicio lo que hiere, sino la hipocresía hacia uno mismo.

Alguien que vive con conciencia acepta sus contradicciones.
Aprende a canalizarlas, no a sofocarlas.

Esa sombra dentro de nosotros debe vivir, lo pide, lo quiere, y lo necesita.
Imposible ser libre y completo sin eso.


/
En mi caso, mis zonas de sombra no siempre se manifestaron en adicciones, celos o envidia.
Se escondían más en todo lo que no aceptaba de mí.
Esas facetas que quería corregir, transformar, pulir… porque las juzgaba “no suficientes” o “demasiado”.

La sombra no son solo nuestros demonios.
Es también nuestra luz reprimida.
Por ejemplo: siempre me encantó hacer el payaso.
Hacer reír con caras raras, chistes absurdos, imitaciones.
Pero al crecer, pensé que si quería ser guapa, deseable, “cool”, tenía que guardar esa parte mía en un cajón.
Me juzgaba por no ser lo bastante misteriosa, ni lo bastante indiferente.

Al reintegrar esa dimensión de mí, solté presión.
Me sentí más ligera.
Me permití ser multidimensional.
Ahí donde gastaba una energía enorme en ocultar esa parte viva de mí, recuperé libertad.
Dejé de pelear contra lo que soy.
Y descubrí que aceptar tu sombra, a veces es aceptar dejar brillar lo que te daba vergüenza amar de ti.

Atreverse a abrazar su humanidad

Vivir plenamente es acoger todas tus facetas: la dulzura y la rabia, la compasión y el orgullo, el amor y el deseo.

Es saber que estamos atravesados por impulsos a veces turbios, pero que no tienen nada de malo mientras sean conscientes, nombrados y asumidos.

Yin y Yang.

La verdadera madurez es esa capacidad de mirarse en el espejo del alma sin apartar la vista.

Es aceptar ver tus fallas, tus zonas oscuras, tus contradicciones… y no huir.

Porque lo que no me gusta del otro, lo que me molesta, me choca o me irrita profundamente… suele ser el reflejo de un fragmento mío que aún no he reconocido, pacificado o sanado.

El otro no es el problema.
El otro es un proyector.
Un espejo.
Ilumina lo que escondo.
Lo que niego.
Lo que juzgo.

Entonces, en lugar de rechazar, puedo preguntarme: «¿y si lo que veo en él… hablara de mí?»
¿Y si su rabia hiciera resonar la mía?
¿Si su arrogancia despertara la que me niego a admitir?
¿Si su victimismo despertara mi propia tendencia a borrarme o a quejarme?

Querer transformar el mundo sin transformar lo que llevo dentro, es como querer limpiar un espejo sucio… frotándolo desde afuera.
No funciona.

Si de verdad quiero participar en mi sanación y en la del mundo, primero tengo que visitar mis propios abismos.
Aventurarme ahí con honestidad.
Observar mis juicios, mis heridas, mis automatismos.
Ahí está la verdadera responsabilidad.

Y la verdadera libertad.


/
Llevo un diario desde hace seis o siete años, y esta práctica se volvió un refugio.
Me permite soltar todo lo que a veces guardo en silencio: pensamientos, deseos, juicios, emociones que a veces me da rabia tener… y que sin embargo son profundamente humanas.

Escribir me dio la libertad de soltar la culpa, la vergüenza, todas esas emociones que llamamos “negativas”.
Entendí que no definen toda mi verdad, sino solo una faceta de mí.
Y que negarlas es negarme.
Porque si creo que no puedo amarme en mi totalidad, entonces rechazo la idea misma de ser humana.

Nadie es perfecto.
Los que dicen serlo suelen estar en guerra interior con lo que los hace humanos: sus imperfecciones.
Yo elegí la paz.
La paz con mis contradicciones, mis excesos, mis fallas.
Y si todo eso llegara a ser expuesto, estaría en paz también, porque sé que no soy más que el reflejo de los otros, así como ellos son reflejo de mí. En el fondo, todos cargamos la misma humanidad.

Sexualidad: sagrado desnaturalizado

El sexo no es una debilidad.
Es una fuerza.
Es la energía de la creación.
Toda vida empieza en una explosión de unión carnal y espiritual.

Pero esa fuerza se volvió mercancía.
Pornografía en todos lados, cuerpos desensualizados, rendimiento en lugar de comunión.
La energía sexual se separó del alma.
Y eso dañó – y cada vez más con los sitios porno y las redes sociales – a generaciones enteras.

En las tradiciones tántricas antiguas (India, Tíbet), el sexo era un ritual sagrado.
Un arte.
Una oración.
Los cuerpos se volvían templos.
El acto, una ofrenda.
Las miradas, portales hacia lo invisible.

Rehabilitar eso es devolver al amor físico su nobleza.
Recuperar la sensualidad divina, el humor en el erotismo, el juego sagrado entre almas encarnadas.
El sexo puede ser un camino hacia Dios, si está habitado de conciencia.


Sexualidad urbana o sexualidad sagrada

¿Por qué el mundo entero gira tanto alrededor del sexo?
Más que el dinero, es él, el rey escondido de nuestras obsesiones.

Tal vez porque es la única actividad humana que convoca nuestros cinco sentidos de un solo golpe.
Sí, los cinco.

El sonido de los suspiros, de las palabras dulces o crudas.
La visión de las curvas, de las miradas, de la desnudez ofrecida.
El tacto de la piel, del calor, de lo húmedo.
Los perfumes, los olores animales, dulces, salados, embriagadores.
Y a veces incluso… el sabor del otro.

Busca otra actividad que combine tantas sensaciones a la vez:
¿El cine? Dos sentidos.
¿Una buena comida? Tres, a veces cuatro si comes con las manos.
¿Conducir un coche? Tal vez tres, si agarras el volante con los dientes.

Pero el sexo explota los contadores.
Es una experiencia multisensorial, total, primitiva y divina.
No es raro que se haya vuelto un motor tan grande en nuestras vidas, para lo mejor… y a veces para el vacío.

Porque desde los años 2000, con la llegada de Internet, la sexualidad se digitalizó, se deshumanizó, se desensualizó.

El porno invadió las pantallas, formateó las mentes, anestesió la imaginación.
Hoy se puede “tener sexo” en dos clics, solo frente a una pantalla.
Cero emoción.
Cero presencia.
Cero ofrenda.
Solo una descarga rápida.
Una satisfacción egoísta.

Una especie de comida rápida del placer: se consume, se tira, se pasa a otra cosa.

Las generaciones anteriores todavía conocían el escalofrío de la seducción, el juego de miradas, el misterio del otro, el arte de lo lento.

Los más jóvenes, en cambio, muchas veces fueron “educados” en el sexo por los videos hardcore y los algoritmos, confundiendo potencia con brutalidad, placer con rendimiento.

El juego está trucado.
Y lo sagrado quedó noqueado.

Sin embargo, la sexualidad, en su origen, es un portal místico.
Un vector de energía creadora.
Un acto de unión, de sanación, de alquimia entre dos almas encarnadas.
Un momento donde se puede tocar el cielo… siempre que se ponga un poco más que sudor.

Es hora de volver a poner corazón en los cuerpos,
Juego en lo sagrado,
Sagrado en el juego,
Y devolverle al sexo su verdadero poder: el de elevarnos, no solo vaciarnos.

No somos máquinas.
Somos templos.
Y hacer el amor debería ser una oración.


/
Yo soy de esa generación que tuvo acceso al porno muy joven, y que por eso creció con la idea de que la sexualidad era sobre todo rendimiento.

Durante mucho tiempo pensé que “hacer bien el amor” significaba reproducir lo que había visto en la pantalla, ofrecer lo que creía que el otro esperaba de mí.
No estaba viviendo el momento con mis sentidos, sino actuando un papel aprendido por imitación, buscando validación.

Esa visión me llevó, como a muchos de mi generación, a usar el sexo de manera casual, como una moneda de cambio sin compromiso ni profundidad.
Pero detrás de esa libertad aparente, muchas veces me encontré con heridas silenciosas: heridas de amor propio, de amor hacia mí misma.
Me pregunté mil veces: ¿mi valor se resume a lo que puedo ofrecer sexualmente?
¿No merezco más que ser deseada por un cuerpo, un instante, un papel?

Esas preguntas me destrozaron, sacudieron hasta mi relación conmigo misma. Pero también me guiaron hacia un despertar.
Porque fue cruzando ese desierto de sentido que descubrí otro camino: el de la sexualidad como espacio sagrado.

Hoy sé que mi cuerpo no es un objeto de consumo, sino un templo.
Sé que mi sexualidad no es una moneda de cambio, sino una ofrenda, una fuerza creadora, una oración.
Y que cualquiera a quien invite en mi intimidad no entra solo en mi carne, sino en un santuario.

Así que sí, pertenezco a esa generación que primero aprendió a “jugar al sexo” antes de sentir, pero también a esa generación que elige recuperar su poder, reconciliar lo urbano y lo sagrado, la pulsión y el corazón.
Porque el sexo, en el fondo, no es una performance a lograr, sino una verdad a encarnar.

La zona de confort: esa dulce trampa que te duerme

Nada crece en una tierra demasiado tranquila.
La rutina calma, pero también duerme.
El confort relaja, pero a la larga, te ablanda.

Una buena zona de confort es lo que se vende en todas partes: un sofá mullido, Netflix, la nevera llena, un trabajo fijo… y listo.

La "buena vida", dicen.

Pero hazte la verdadera pregunta: ¿creces ahí dentro?
¿Te superas?
¿Vibras?
¿O te vas quedando atascado en una vida sin sorpresas, sin sacudidas, sin fuego?

Porque de eso va la trampa.
El confort es como un baño tibio: agradable al inicio, pero si te quedas demasiado, te disuelves.
A fuerza de querer controlarlo todo, planearlo todo, suavizarlo todo… te pierdes la magia.

Olvidas que la vida es movimiento, sorpresa, escalofrío.

Y además, esa obsesión con la comodidad nos vuelve viejos antes de tiempo.

Intolerantes a todo: al ruido, al desorden, a la novedad, a las opiniones diferentes…
El cambio se vuelve amenaza, cuando debería ser una danza.
¿Un imprevisto?
Pánico.
¿Un vecino ruidoso?
Guerra.
¿Un pequeño grano de arena en la rutina?
Drama.

Pero dime, ¿eso es vivir?
¿Tenerle miedo a todo lo que sacude?
¿Pasar los días sosteniendo el equilibrio de un día a día ya muerto?

El que vive de verdad arriesga.

Habla cuando el miedo dice que se calle.
Ama aunque tiemble.
Cambia de trabajo, de ciudad, de piel, hasta de vida, porque siente que quedarse es morir lento.
No espera a que todo sea perfecto para atreverse.
Se lanza, a veces de cabeza, y da igual si salpica.

Es en esos pasos inciertos, en esas decisiones locas, en esos «no sé a dónde voy, pero voy», donde el alma florece.
Es ahí donde vives.
Es ahí donde sientes que existes.

Así que sí, descansa cuando haga falta.
Recarga, disfruta, saborea.
Pero no lo conviertas en una cárcel.

Porque la zona de confort no es una meta.
Es solo una parada.
Y si de verdad quieres sentirte libre, tendrás que aprender a amar lo incómodo y lo inesperado.
Es ahí donde la vida vuelve a empezar.


Eh, amigo… ¿y si hablamos de tu próxima muerte?

Sí sí, tu muerte.
No la de un filósofo griego o de un héroe de Netflix.
La tuya.
¿Da miedo?
Normal.
Es un tema tabú.
Un agujero negro en nuestras charlas modernas.

Hablamos de comida orgánica, de desarrollo personal, de sexo tántrico, de retiros en Bali… ¿y la muerte?
Silencio total.

Es demasiado… definitivo, demasiado borroso, demasiado misterioso.
Y sin embargo, es la única cita que seguro no fallamos.
¡No hay escapatoria!
Pero, ¿y si nos atreviéramos a mirarla de frente, a esa puta muerte?
Sin drama, sin película de terror.
Solo como un recordatorio.
Un recordatorio de que todo pasa.
De que todo es frágil, impermanente.
Y que es justamente esa fragilidad lo que hace que todo sea precioso.

Pensar en la muerte no es deprimir.
Es despertar.
Es sentir que cada mañana es un regalo extra.
Es amar más fuerte, decir «te quiero» más rápido, dejar de perder tiempo en tonterías.

Montaigne decía que «filosofar es aprender a morir».
Los estoicos aconsejaban recordar cada mañana que ese día podía ser el último.
No para hundirse en la tristeza, sino para vivir como un fuego artificial.
Intenso.
Auténtico.

Porque la muerte tal vez no sea un final, sino un paso.
No un castigo, sino un regreso.
Una muda.
Una liberación.

¿Y si fuera… la clave?
La que abre todas las otras puertas.
La que hace callar al ego para que hable el alma.

Cuando piensas en la muerte, los deseos superficiales se apagan,
las máscaras caen, las prioridades se vuelven claras.

Sabes lo que importa.

Así que sí, vamos a morir.
Tú, yo, todos.
Pero justo eso es lo que hace la vida tan vibrante.
No es el miedo a morir lo que debe frenarnos,
sino olvidar que estamos vivos… aquí, ahora.

Alegrémonos amigos,
y seamos agradecidos de poder experimentar la materia,
antes de regresar a la Luz.
(¡y arriba hay cola para encarnarse aquí!)


/
Hace unos días hablaba de la muerte con un amigo.
Me decía que cada vez que pensaba en ella, no sentía miedo.
Que estaba listo para irse en cualquier momento si pasaba algo.
Claro, no tiene ningún deseo de morir ni se pondría en peligro, pero la idea de la muerte no le asusta.

Al escucharlo, una voz en mi cabeza me dijo: «Pero yo nunca pienso en la muerte».
Intenté recordar algún momento de mi vida en que lo hubiera hecho… y no encontré ninguno.

Lo más parecido es mi creencia en el “divine timing”.
Creo que todo pasa por una razón, para ti o para otros.
Cuando ya terminaste lo que viniste a aprender, buscar o descubrir, entonces te vas… y empiezas de nuevo en otro lado.

De hecho, hasta me parece hermoso cuando escucho de personas, jóvenes o no, que murieron de forma trágica, y sus cercanos dicen que estaban llenas de vida, siempre sonrientes, con valores hermosos, amando profundamente la vida e inspirando a los demás. Que lograban todo lo que se proponían…

Y pienso que era justo así como tenían que vivir, y que esa era la huella que debían dejar en el mundo, y en todas las personas que cruzaron en su camino.

Deconstruir nuestros miedos: ilusión y liberación

El miedo no tiene existencia real.
No tiene olor, ni peso, ni forma.
Es una creación mental, una película de ciencia ficción que nuestra mente proyecta en el cine interior.

Una anticipación de lo peor, cosida con hilos del pasado, heridas, traumas, los «¿y si…?» que nunca terminan.
No es lo real, sino una versión trucada de lo que podría pasar, si todo saliera mal.

Pero en el 95 % de los casos, lo que temíamos… nunca pasa.
En la vida real, lo que imaginamos y temimos no ocurre, jamás.
O al menos, nunca como lo pensábamos.

Y sin embargo lo sentimos en todo el cuerpo: garganta apretada, estómago hecho nudo, piernas flojas, corazón desbocado.
¿Todo eso para qué? Para una ilusión.
Un pensamiento.
Una frase mal interpretada.
Una sensación mal digerida.
Esa mente que se ríe de nosotros…

El miedo, si lo observas de verdad, empieza a disolverse.
Porque lo que miras de frente con lucidez… ya no te controla.
Lo que nombras, lo que acoges, pierde poder.

¿Y si vamos más lejos?
¿Y si cada miedo estuviera ahí solo para mostrarnos… el camino?

Porque lo que nos da miedo, es justo a donde tenemos que ir.
Es una señal.
Ese miedo en mí me enseña mi camino.
El camino correcto.
El que asusta es muchas veces el que libera.
Es un paradoja: donde tiembles, ahí es donde tienes que entrar.

Atravesar un miedo es crecer.
Es quemar una vieja versión de ti.
Es decirle al universo: «Estoy listo para algo más grande».

Como dijo Nelson Mandela:
«He aprendido que el coraje no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de vencerlo».

Así que no, la meta no es volverse invencible.
La meta es volverse sincero.
Atreverse a temblar… y aun así avanzar.
Dar el primer paso.


/
Habíamos inventado un juego con mi hermana en los viajes largos en coche.
Por turnos, cerrábamos los ojos y nos hacíamos esta pregunta:
«¿Cuál es tu mayor miedo, ese que de verdad podría pasarte?»

Una vez encontrada la respuesta, íbamos más profundo:
«Y si eso pasara mañana, ¿qué sentirías en el momento?»

Luego: «Y después de sentir eso, ¿cómo te sentirías?»

La idea era enfrentar ese miedo y seguir preguntando el “después” hasta encontrar la verdadera raíz de la herida.

/
El miedo es sin duda uno de mis temas favoritos.
Porque cuando dejas de temerle, descubres que está lleno de sentido.
Se vuelve una brújula interior.
Donde tengo miedo, sé que puedo crecer, mutar, transformarme, expandirme.
Cada miedo es una invitación hacia una versión más grande de mí misma.

De joven, me aterraba la idea de estar sola.
Era insoportable.
Una amiga me recordó hace poco cómo aparecía en su casa a las tres de la mañana solo para no quedarme sola en mi piso.
Y un día decidí enfrentar ese miedo de frente.
Empecé despacio, con pequeñas citas en solitario: ir a cenar sola, sentarme en el cine sola, caminar sola.
Luego me atreví al siguiente paso: viajar sola, descubrir un país entero por mi cuenta.

Ese camino me reveló una parte de mí que no conocía.
Vi un deseo inconsciente de superarme, de ir más allá de mis límites, de encontrar una versión de mí que aún no existía.

Y hoy, agradezco a ese miedo.
Le agradezco por haberme guiado hacia esta libertad.
Porque ahora amo mi propia compañía.
Disfruto mis momentos de soledad, no como huida ni vacío, sino como un espacio de alegría, plenitud y creatividad.

El miedo, cuando te atreves a atravesarlo, se convierte en un vehículo de transformación. Ya no te encierra.
Te abre.
Te muestra quién eras… y sobre todo, quién estás llamado a ser.

Testimonios de almas heridas

¿Cuántas mujeres, cuántos hombres viven atrapados en vidas apagadas, paralizados por viejos miedos?

Esa madre, enganchada a las pastillas, huyendo de sus sombras en la química.
Esa prima congelada en una vida repetitiva, hasta que el cáncer vino a romperlo todo.
Esa esposa, amada de verdad, pero llevada demasiado pronto, confesando en su cama de hospital: «Contigo siempre me sentí segura».

Historias como esas hay por todas partes.
Nos recuerdan que el miedo callado mata.
Que el silencio puede ser mortal.
Y que solo la verdad, aunque duela, abre el camino hacia la sanación.


/
Toda mi vida tranquilicé a mujeres.

Tal vez era mi rol de alma, o solo la repetición inconsciente de un patrón muy viejo.
Estuvo mi madre, primero.
Una mujer rota, atrapada en una espiral de dolores invisibles.
Nunca supo cómo alimentar sus propias necesidades de niña, ni las mías tampoco.
Tenía miedo de vivir, miedo de sentir, miedo de escucharse.
Así que lo entregó todo en manos de la medicina.
Una pastilla para dormir.
Otra para digerir.
Una tercera para olvidar.
Una cuarta para evacuar.
Y la última para no sufrir más.
Pobre mamá.
Toda su vida huyó… cuando en realidad solo se perseguía a sí misma.

Quise tranquilizarla tantas veces.
Pero no podía escuchar.
Los ansiolíticos gritaban más fuerte que mis palabras.

Luego estuvo mi prima.
Ella también, destrozada por los hombres, rechazada por su propia madre, atrapada en una vida chiquita, paralizada hasta volverse piedra.
Mismo trabajo, mismo piso, mismos dolores.
Tenía miedo de que la vida volviera a hacerle daño, así que la paró antes de que empezara.
Y de tanto bloquear todo movimiento, todo cambio, el cuerpo habló por ella.
Cáncer, a los 50.
Como una implosión lenta, silenciosa.

La abracé muchas veces.
Pero nada pasaba.
Todo estaba cerrado con llave.

Y luego estuvo mi mujer.
Llena de amor, pero destrozada por sus heridas de infancia, sus miedos al abandono, su necesidad de control.
Ella también, muerta demasiado pronto.
Un cáncer fulminante.
La acompañé hasta el final.
Cada día, cada noche, en el silencio de los hospitales y la violencia de los tratamientos.

Nunca olvidaré ese momento.
Estaba flaca, calva, casi transparente.
Me miró y susurró:
«Contigo siempre me sentí segura».

Ocho palabras.
Pero ocho palabras que me atravesaron el corazón.
Ocho palabras por las que, tal vez, todo este camino tenía sentido.

Los miedos.

Conclusión : volver a ser entero

El despertar no es huir de nuestras sombras con mantras e incienso.
Es más bien tenderles la mano y decirles:
«OK mi vieja rabia, ven, siéntate, vamos a hablar».

Creemos que tenemos que volvernos luminosos.
Pero no.

Tenemos que volvernos completos.
No es lo mismo.

Porque la luz sin sombra es un paraíso falso.
Una fachada blanca… donde todo lo que sobra se pinta de beige.

Volver a ser entero es aceptar el desmadre.
Es hacer las paces con tu lío interno, tus viejos archivos, tus pulsiones raras, tus heridas nunca cerradas del todo.
Es decir: «Sí, tengo oscuridad en mí… ¿y qué? Soy humano. Y estoy en camino».

Y luego llega ese momento mágico.
Ese en el que empiezas a reírte de ti mismo.
A amar también tus fallas.
A sentir que la luz no es brillar como un neón.
Es vibrar de verdad, con todo lo que eres.

Y ahí…
Es más que un despertar.
Es un regreso a casa.




── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆ ── ── ⋆⋅☆⋅⋆

Para cerrar el capítulo 4, deja reposar el suflé interior.

Acabas de cruzar una zona sensible, densa, a veces incómoda.
Este capítulo no se lee como una novela, se vive, se digiere, se siente.

Así que no tengas prisa en seguir.

Deja que el texto se quede dentro de ti.
Relee ciertas partes si te llaman.

Date silencio, espacio, momentos a solas.
Respira, observa cómo reacciona tu cuerpo, tu mente, tu corazón.

Quizá algunas verdades incomoden, eso es buena señal.
Significa que mueven algo que necesita ser visto.
Analízalo.
El trabajo no es lineal.
A veces hay que parar varios días, incluso semanas.
Y de repente, una frase ya leída se vuelve obvia.

Eso es la verdadera lectura: una conversación entre el alma y la página.


/
En este punto de tu nueva comprensión, no es imposible que ciertos cambios aparezcan en tu vida.

No tengas miedo.
Es normal.

Las puertas de lo invisible han empezado a abrirse, y las membranas entre dimensiones se hacen más finas…

Puede que necesites cambiar de trabajo, terminar tu relación actual, cortar ciertos lazos con conocidos…

Todo eso es normal.
No temas, déjate llevar por estas nuevas olas, en este nuevo flujo.

Estás en un nuevo camino…



Members only content

Log in to your account,
or unlock access to view the training.

Stay in touch

Sign up to know when the next training is coming out.