Nuestros padres no sabían…
No podían saberlo.
No tenían internet, ni ese acceso instantáneo a la info sobre todo.
Hicieron lo que pudieron, con los pocos medios que tenían, con sus escasos conocimientos sobre la mente humana, las emociones y cómo manejarlas.
No olvidemos: muchos acababan de vivir la guerra, o de sufrirla (en Europa).
Después de esos años duros, había que reconstruir un país, o simplemente sobrevivir a la escasez.
En fin, eran tiempos duros…
Y nosotros, sus hijos, pagamos el precio fuerte.
¿Cómo quitar las cicatrices emocionales de una época tan difícil, sin ayuda, sin referencias, sin herramientas?
Resultado: en casa, muchas veces los hijos servían de saco de boxeo.
Golpes, gritos, correcciones físicas, heridas psicológicas…
Nuestros padres solo nos tenían a nosotros para soltar sus tensiones, sus enfados, sus miedos.
No por pura crueldad, sino porque no sabían hacerlo de otra manera.
Es un poco como cuando unos padres dejan a sus hijos con los abuelos o con los vecinos:
les dicen que se portaron como angelitos… y, al volver a casa, se convierten en pequeños monstruos.
Simplemente porque por fin pueden soltar la tensión acumulada afuera.
Un reflejo normal.
Nuestros padres hacían lo mismo… salvo que nosotros éramos los receptores de esa descarga emocional.
Y cuando no era contra nosotros, era contra ellos mismos, a base de medicinas para olvidar, para dormir, para seguir aguantando.

Su “nueva mamá” campesina no tenía ni el tiempo, ni la energía, ni los códigos para recibir a una niña rota por el abandono.
Mi madre, ella, necesitaba amor como se necesita el aire.
Y lo que recibió fue… una frialdad distante.
No hubo golpes, pero tampoco abrazos.
Entonces, ya adulta, ¿cómo podría dar ese amor que nunca recibió?
¿Y quién pagó la cuenta?
Yo.
La única mujer de la familia que me dio un poco de cariño fue mi abuela querida…
Mi pobre madre pasaba más tiempo imaginando cómo acabar con todo que soñando con vacaciones.
O buscando la medicina milagrosa que calmara ese océano de tristeza y ansiedad.
Depresión fuerte desde los treinta.
Por las noches, cuando se abría la puerta y volvía del trabajo, mi hermana y yo nos quedábamos rígidos…
Porque la bofetada podía caer en cualquier momento.
¿La limpieza no hecha del todo? ¡PAM!
¿La mesa no puesta lo bastante rápido? ¡BOOM!
Estallaba sin avisar.
Pobre mamá.
Nunca tuvo acceso a un saber real, a pesar de cientos de citas con un psicólogo.
Su alma sufría.
No solo su mente.
Y creo que, de alguna forma, los hijos también sirven para eso…
Como el gato de mi hermana que, dicen, absorbió parte de su cáncer y le evitó morir.
Los hijos a veces cargan con las tensiones, la rabia, el dolor de sus padres.
No por elección.
Por instinto.
Por amor, aunque sea torcido.

Entonces, ¿cómo iba a saber ser padre después?
Hizo lo mejor que pudo, con sus recursos, con sus ganas sinceras de hacerlo bien, pero también con sus heridas.
A veces explotaba de ira, le faltaba paciencia, se mostraba duro.
Y luego, al rato, podía volver a ser tierno, antes de retirarse de nuevo para concentrarse en sus proyectos personales.
Esa ida y vuelta de amor y retirada me marcó, claro. Pero con el tiempo aprendí a ver el impacto que eso dejó, a desactivarlo, y sobre todo a no repetirlo.
Perdoné.
Porque entendí todo el camino que él ya había tenido que recorrer con sus propios padres.
Vi al hombre detrás del padre: sus carencias, sus heridas, sus luchas internas.
Y en lugar de guardar rencor, elegí la gratitud.
Gratitud por el esfuerzo que hizo a pesar de todo, por el amor que trataba de dar como podía.
Hoy podemos hablar de eso con distancia, a veces incluso riendo. Recordamos escenas que en su momento fueron duras o dolorosas, pero que con el tiempo se volvieron casi cómicas.
Y sé que ya no las repetiría.
Quizás eso es, en el fondo, la transmisión: no solo lo que recibes, sino también lo que eliges transformar.
Hoy en día, es clave, con humildad y respeto, entender esto.
Darse cuenta de que nos dieron la vida, y que solo hicieron lo que pudieron con lo que tenían.
Esa comprensión puede ser el primer paso hacia el perdón.
Y el perdón, a veces, es la mayor libertad que uno puede darse.
Así que perdonémosles.
Porque no sabían lo que hacían…
Nuestros grupos de almas, karmas pasados

si la idea de vidas pasadas, de almas que vuelven para repetir escenas cósmicas con los mismos compañeros te hace poner los ojos en blanco, tranquilo.
No estamos aquí para reclutar en la secta de los iluminados anónimos.
Pero yo sí lo creo.
¿Y sabes qué?
Eso me hace sentirme bien responsable.
Porque si todo lo que me pasa, lo firmé yo (más o menos) en otra vida…
Pues… ya no tengo muchas excusas para quejarme.
Así que ya ves:
Libre eres de creerlo o no.
Pero yo prefiero pensar que el universo tiene un plan, aunque sea medio loco a veces, en vez de creer que todo esto es puro azar alocado.
Responsabilidad, amigos.
Esa es la palabra clave.
Y spoiler:
Al principio esa palabra duele un poco… pero después, sienta bien. 😌
¡Somos responsables de TODO lo que nos pasa!
Si aceptamos que nuestra alma es eterna, entonces no puede ser más que testigo de todos nuestros pasos por esta Tierra – y más allá.
Ha visto nuestros comienzos, nuestras caídas, nuestras rebeldías, nuestras traiciones, nuestros impulsos de amor, a veces nuestros crímenes… y lo ha guardado todo.
No como un juez, sino como una memoria viva, un registro sagrado inscrito en el mismo tejido del Universo.
Cada vida vivida es una página de un gran libro cósmico, o las anales akáshicas.
Y cada ser que se cruza en nuestro camino, un compañero de tinta, a veces de prueba, a veces de gracia.
Algunas almas se encuentran a lo largo de los siglos, atraídas unas a otras por una historia inconclusa.
Son los grupos de almas.
Esas tribus de luz y sombra mezcladas, unidas por deudas, promesas, heridas o pactos de amor pasados.
Nada es casualidad.
Y mucho menos tu familia.
La elegiste.
Sí, aunque cueste creerlo.
Porque es ahí, en esos lazos tan complejos, donde suelen estar tus mayores desafíos, tus mayores karmas… y también tus mayores oportunidades de sanación.
Existe una ley universal, tan vieja como las estrellas:
la ley de causa y efecto.
Lo que siembras, lo recoges.
No siempre en esta vida, no siempre en esta forma… pero algún día.
Es el gran péndulo del cosmos, la mecánica justa de la Vida.
Los budistas lo llaman karma.
Otros lo ven simplemente como justicia divina o el regreso natural de las cosas.
Un hombre que causa grandes sufrimientos, como un tirano o un verdugo, tendrá algún día que equilibrarlos.
No como castigo, sino como un paso necesario.
Quizás vuelva para salvar vidas.
Ofrecer una invención.
Sanar.
Y así restablecer la armonía rota.
Las relaciones que más nos hacen sufrir son muchas veces las más ricas en verdad.
Porque tocan una herida antigua.
Porque despiertan un recuerdo de alma escondido.
¿Y si esa pareja que te destruye, ese hermano con el que estás en guerra, ese padre que te ignora… fueran almas reencontradas?
Almas que en otra vida te amaron, o te dañaron, o que tú heriste.
Ahí es donde el perdón toma toda su fuerza.
Porque perdonar no es justificar el acto, sino entender la lección.
Es salir del ciclo de las reacciones para entrar en el espacio de la conciencia.
Es decirle al otro: "Veo tu dolor detrás de tu gesto. Y acepto no guardarte más rencor."
Ningún karma dura para siempre.
Todo puede transformarse.
Pero para eso, hay que atreverse a mirar más allá de las apariencias.
Reconocer que todo lo que vivimos hoy es una enseñanza.
Un espejo.
Una mano tendida – aunque a veces arañe.
Para el que entiende esto, la vida se vuelve un campo de evolución.
Para el que lo niega… se convierte en un bucle sin fin.
Así que hazte esta pregunta: ¿qué vienes a reparar?
Y sobre todo… ¿con quién?

Supongo que nos volveremos a encontrar en otras relaciones (padre-hija, amantes, hermanos, amigos…) para repetir lo que quedó mal o roto en esta vida, recrear la situación conflictiva, y al fin perdonar, aceptar, hacer las paces y reencontrar el verdadero amor entre nosotros.
El poder del perdón, el camino real
Se habla mucho de eso.
Se canta en las religiones, se glorifica en los libros de sabiduría.
Pero en la vida real… el perdón es una montaña.
Tan poderosa…
Porque perdonar no es solo decir «vale, ya pasé página».
No es un acto mental.
Es un terremoto interior.
Es el alma que un día decide soltar un peso demasiado pesado de llevar.
Y sin embargo, nos aferramos a ese dolor.
¿Por qué?
Porque nos da una especie de identidad.
Porque la rabia, el resentimiento, el rencor… nos hacen creer que aún tenemos algo en las manos.
Que el otro “va a pagar”.
Que nuestro dolor merece reparación.
Y mientras esa reparación no llegue… nos quedamos atascados.
Congelados.
Encerrados.

Ambicioso, visionario, o digamos ingenuamente entusiasta, invertí 100 000 euros.
Sí, cien mil.
Catorce años de ahorros, de trabajo, de sudor, de proyectos pospuestos y de comidas sin postre.
Montamos un negocio con mi socio de entonces, digo mi socio, pero tal vez debí ver las señales: llevaba gafas de sol incluso en interiores y sonreía demasiado cuando hablaba de dinero.
Cuatro años después… ¡puf!
Todo voló.
El dinero, el proyecto y un poco de mi fe en la humanidad también.
Sobre el papel, fue por culpa de él.
¿En los hechos?
Digamos que yo también tuve mi parte de responsabilidad, en algún punto entre «demasiada confianza» y «ausencia total de sentido común».
Así que ahí estaba.
Una mañana me despierto: ni un duro, un vacío total en la cuenta y la desagradable sensación de haber sido desplumado como turista en un mercado de Marrakech.
Ya te lo imaginas: tuve una rabia brutal.
Una ira ardiente.
Noches en vela dándole vueltas, con monólogos tipo: «¿Por qué YO?!», «¿Qué habré hecho en otra vida para merecer esto?»
Y luego un día lo entendí.
La trampa no era la pérdida de dinero.
Era quedarme atrapado en ese bucle mental, rumiando, desgastándome, saboteando mis días de hoy con un pasado que ya no podía cambiar.
Así que hice algo radical: perdoné.
A él, claro.
Pero también a mí.
Al Universo, al karma, a mi ingenuidad exótica, a las gafas de sol en interiores.
Y ahí, milagro: volví a dormir como un bebé (bueno, un bebé que había perdido 100 000 pavos, pero un bebé al fin).
Recuperé la paz.
La ligereza.
La conciencia de que todo eso… no era más que una experiencia.
Un poco cara, sí. Pero valiosa.
Quizás hasta lo merecía, o mi alma lo había elegido, para enseñarme a soltar, a no atar mi felicidad a mi cuenta bancaria.
Desde entonces, voy con más cuidado.
Ya no presto a los que sonríen demasiado, y guardo mis ahorros lejos de proyectos con nombres en mayúsculas y promesas de ROI mágico.
Pero sobre todo, me quedo con esto como una medalla invisible: «Sobrevivió a un crash financiero total y salió más libre que antes».
Pero lo que no se dice lo suficiente es que el perdón es primero un regalo que uno se hace a sí mismo.
No es validar lo que el otro hizo.
No es minimizar la ofensa.
Es elegir no dejar que esa herida gobierne nuestra vida.
Porque mientras no perdonamos, rumiamos.
Repetimos la escena mil veces en la cabeza.
Y cada vez, nuestro sistema nervioso, nuestras células, nuestras emociones… reviven la agresión.
Es como inyectarse veneno una y otra vez, esperando que sea el otro quien enferme.
Algunos rencores vienen de esta vida.
Otros, quizá, de mucho más atrás.
Heridas antiguas, kármicas, transmitidas de generación en generación.
Por eso a veces ni entendemos por qué odiamos tanto a alguien.
No hizo “nada tan grave”, y sin embargo… algo se traba.
El perdón verdadero es un acto sagrado.
No viene de la mente, sino del corazón.
No puede forzarse.
Suele llegar después de un largo camino de maduración interior.
Puede tardar meses, años, incluso vidas.
Pero cuando llega… limpia.
Sana.
Eleva.
Es un cambio de energía: ya no quieres vengarte, ya no quieres que se haga justicia… solo quieres paz.
Y esa paz no tiene precio.
El perdón es probablemente una de las vibraciones más altas que el ser humano puede encarnar.
Es la disolución de un nudo kármico.
Una firma de evolución.
Una prueba de que el alma ha crecido.
Por eso también es que suele ser tan duro…
Así que no te fuerces a perdonar demasiado rápido.
Pero no te quedes con el odio como compañero eterno.
Porque acabará por consumirte por dentro.
El día que estés listo para decir: "No quiero seguir sufriendo por lo que pasó", ese día… empezarás a sanar.

Es duro perdonar a alguien que no hace nada por merecerlo, que ni siquiera lo pide, a veces porque ni se da cuenta de lo que causó.
Y sin embargo, la herida está bien presente.
Así que alimenté rencor.
No en forma de venganza directa, sino más sutil: querer demostrar mi valor, mostrarles lo que habían perdido, esperar en secreto que un día se arrepintieran.
Pero esa búsqueda era una trampa.
Me agotaba.
Me mantenía encadenada a ese pasado, a esas caras, a esas historias terminadas.
Un día entendí que mientras siguiera queriendo demostrar, seguiría atascada.
Mientras no pasara página, no podría avanzar.
Y en el acto de pasar página, había un paso enorme: perdonar.
Perdonar al otro, sin esperar nada a cambio.
Sin siquiera decírselo.
Perdonar no por él, sino por mí.
Y ese perdón me devolvió mi paz.
Me creó distancia con la herida.
Me permitió volver a respirar, sentir que mi valor ya no dependía de la mirada de quienes no supieron verlo.
Aprendí que el perdón no es una absolución dada al otro, sino una liberación que uno se da a sí mismo.
Y en eso es que es tan sagrado.
Cuando la vibración crea distancias invisibles
Son pocas las personas con las que de verdad tienes ganas de pasar tiempo.
A medida que avanzas en tu camino interior, que tu conciencia se expande y tu vibración sube, algo cambia.
Una energía sutil, invisible pero muy real, empieza a redibujar tus relaciones.
Esto se nota de varias maneras:
- te sientes incómodo en presencia de ciertas personas, como si su energía te empujara;
- se abre un hueco invisible entre tú y algunos cercanos, a veces incluso dentro de tu propia familia;
- una noche llena de gente te deja agotado, vacío, como si tu luz se hubiera apagado;
- te ponen etiquetas que te molestan: distante, raro, demasiado espiritual, fuera de lugar…
- o simplemente sientes que ya no es tu sitio.
La realidad es simple: tú cambias, y los demás no.
Esa diferencia vibratoria hace que algunos ya no te reconozcan del todo.
Perciben algo distinto en ti – algo que a veces les incomoda – y proyectan sus juicios.
Y es normal.
No te preocupes.
No son “problemas de relación”, son señales.
Son pistas de que ha llegado el momento de reajustar tus contactos, de rodearte de otra manera.
Un nuevo espacio relacional
En este punto descubrirás una verdad esencial:
las personas con las que de verdad quieres estar son pocas.
Son aquellas con las que el tiempo se detiene, cuya presencia no cansa, sino que alimenta.
Con ellas no hace falta forzar, ni explicar, ni justificar. Solo estar juntos basta.
Haz la prueba:
Tómate un momento y pregúntate de verdad:
“¿con quién quiero simplemente estar, sin importar el tiempo ni el papel a jugar?”.
Verás que la lista es corta.
Quizás un puñado de personas.
A veces una sola.
Y es normal.
Porque cuanto más subes, más se limpian tus relaciones.
Lo superficial desaparece, el ruido se apaga y solo queda lo esencial: vínculos vibratorios que resuenan con tu ser verdadero.

Da igual cuánto tiempo hablemos, da igual el rato que pasemos juntos: nunca es intrusivo, nunca es aburrido.
Y no es porque sean mis hijas.
No, es simplemente una cuestión de frecuencia.
Vibramos en la misma sintonía.
Así que claro… se está bien.
Es todo.

Para cerrar el capítulo 5, ¿a quién debes perdonar?
¿Y si tu familia no estuviera ahí por casualidad?
¿Y si esas almas que te rodean, a veces tan cercanas, a veces tan hirientes, hubieran sido en otra vida tu hermano, tu amante, tu padre, tu hijo?
¿Y si ese lazo que sientes, esa intensidad, esa tensión incluso, no fuera más que la continuación de una historia más grande que todavía no has entendido del todo?
Las familias no son solo construcciones sociales.
Quizás son grupos de almas, reunidas otra vez para resolver juntas viejos capítulos que quedaron abiertos.
Un perdón no dado.
Un amor traicionado.
Una partida prematura.
Un vínculo nunca bien tejido.
Así que si sientes rabia, rechazo, injusticia… respira.
Quizás ahí mismo está tu paso, tu sanación, tu liberación.
El perdón es un camino.
No se fuerza.
Se deja madurar, a la luz de la conciencia.
Tómate tu tiempo.
Pero no olvides: esos lazos que a veces pesan son quizás los regalos más grandes disfrazados de tu vida.
Porque te muestran dónde aún te falta amar.
Así que avanza con confianza.
Un paso tras otro.
Con el corazón abierto.
Estás liberando linajes enteros.
Y eso es grande.