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Chapter 6:
Return to nature

love and fear, mastering emotions, root emotions, cultivating love

Duration : 1h 30

Content

¿Y si volver a uno mismo no fuera una búsqueda lejana… sino volver a lo obvio?
¿Y si, para encontrarte, solo hiciera falta… bajar el ritmo?

Observar el mundo vivo, los árboles que no fuerzan nada, los gatos que nunca se culpan, las estaciones que no se apuran.

Soltar la carrera.
Hacer espacio.

Porque el Universo no es una app para descargar.
Es un río que fluye dentro de nosotros.
Pero necesita espacio.

Así que este capítulo es una pausa.

Una respiración.
Una reconexión con la naturaleza, con el tiempo que cura y con el vacío fértil.
El inicio del verdadero regreso a uno mismo.

Ahí donde todo empieza.

reconexión con la naturaleza  |  simplicidad y sobriedad feliz  |  sol, agua y vitalidad  |  animales como maestros espirituales  |  ciclos naturales y sabiduría ancestral  |  comida viva y consciente  |  escuchar la tierra y sus ritmos  |  caminar descalzo, energía de la tierra  |  bajar el ritmo y respirar  |  hacer vacío interior  |  minimalismo espiritual  |  equilibrio natural y bienestar holístico

Chapter content 6

Todo está ya en la naturaleza y los animales

Siempre creemos que tenemos que buscar respuestas complejas muy lejos… cuando a veces basta con observar a un gato.
Sí, un gato.
O un árbol.
O una tortuga.
La naturaleza no se hace mil preguntas existenciales.
Crece, vive, muere, vuelve a empezar.
En silencio.
En ritmo.
Con una sabiduría humilde y milenaria.

Una de las claves de nuestra paz interior está ahí, justo delante de nuestros ojos, en este mundo vivo que hemos dejado un poco de lado.
Volver a la naturaleza es volver a uno mismo.
Caminar descalzo sobre la hierba o la arena es literalmente reconectarse.
La Tierra no es solo un suelo: es un cargador.

Y todos tenemos la batería en rojo parpadeando.


/
eh amigos… ¡caminen descalzos!
De verdad, es uno de los placeres más simples y más poderosos que conozco.
Solo sentir el suelo, la tierra, la arena o incluso las piedritas que te recuerdan que sí, estás vivo…
Es como volver a enchufar la toma.
Conectado al instante.
A la Tierra.
A ti mismo.

Y seamos honestos: los pies son para caminar, ¿no?
No solo para sudar en unas zapatillas carísimas o acabar atrapados en unos tacones que podrían servir de arma blanca.

Vivo en algunas de las playas más bonitas del mundo.
Todos los días camino descalzo.
Mañana, tarde, después del café, antes de trabajar o meditar.

Y cada día veo gente, a menudo turistas recién llegados, que literalmente se hacen lijar los pies por masajistas locales por unos billetes.
¿La meta?
Quitar la dureza.
Esa fea, esa horrible, esa espantosa dureza que tratamos como si fuera una anomalía.

Pero esperen… la dureza es evolución...

Es tu cuerpo diciéndote:
«Bien hecho, colega, al fin caminaste como un humano debería caminar. Toma, de regalo, una suela natural.»

Y no, caminar descalzo no te convierte en un “pobre diablo”, un vagabundo caído, un hippie colgado del que hay que huir cruzando la calle.
Al contrario: te convierte en un rebelde con raíces, un revolucionario del metatarso, un militante del regreso al verdadero contacto con el mundo.

Así que la próxima vez que veas a alguien caminar descalzo… no pienses que está perdido.
Piensa que quizás solo… entendió.

Y dale.
Quítate los zapatos.
Haz la prueba.
Te puede salir una sonrisa enorme y unas ganas locas de no volver a ponerte zapatos jamás.

¿El problema?
Somos hijos del cemento.
Nacidos entre cuatro paredes, criados con Wi-Fi en lugar del rocío de la mañana.
Matamos una mosca como si no importara nada.
Pisamos hormigas sin ver que tenían un plan preciso, una misión súper organizada, tal vez hasta una cita romántica en miniatura que no podían perder.

¿Y los pájaros?
Todavía los oímos cantar, pero ya no los escuchamos.
Ellos, sin embargo, no se estresan por la jubilación, no toman suplementos, y migran sin Google Maps.

Los animales no tienen nuestro cerebro hiperactivo.
Viven simple.
Comer.
Dormir.
Cuidar a los suyos.
A veces jugar con alegría.
Y dormir otra vez.
Mucho.
Durante largo tiempo.
El oso duerme 6 meses.
El gato, 16 horas al día.
¿Y tú, humano apurado?
6 horas en un colchón Ikea entre dos insomnios.

Los animales nos enseñan algo precioso:
la presencia.

Nada de multitarea en el erizo.
Nada de crisis existencial en la gacela (bueno, salvo cuando se cruza con un león, pero se entiende).
Saben vivir en su cuerpo.
En su entorno.
En el ahora.

¿Y si volviéramos a aprender de ellos?
Mirar una abeja trabajando duro, sin quejarse nunca de su horario.
Ver un perro disfrutando el instante de un rayo de sol en el suelo.

Sentir el viento en la cara como un beso olvidado del cielo.
La naturaleza es una enciclopedia silenciosa.
Cada rama que se mueve, cada nube que pasa, cada ola que se retira, nos habla.
Solo hay que tener oído.
Y el corazón abierto.

Así que… respira.
Camina despacio.
Mira una brizna de hierba como si tuviera un secreto que contarte.

Y acuérdate: vienes de ahí.
Eres eso.
Eres la naturaleza… en zapatillas.


/
Dato curioso:
Caminar descalzo sobre la hierba, la arena, la roca o la tierra te conecta de nuevo con las vibraciones naturales del planeta.
Esa conexión, que se llama “grounding”, tiene un impacto real en el cuerpo humano.

Por ejemplo, cuando llegas a un país lejano con un gran desfase horario, caminar descalzo en la naturaleza ayuda a que tu energía se alinee con el nuevo lugar.
Puede reducir los efectos del jet lag y evitar esos días en los que te despiertas a las 3 de la mañana, agotado en el momento equivocado.

¿Y el sol entonces?

El sol… esa fuente de energía inagotable, la única capaz de activar la producción de vitamina D en nuestro cuerpo, la que calienta el corazón de los humanos desde la noche de los tiempos y nos devuelve fuerza y vitalidad.

Y sin embargo, ¿qué nos repiten a todas horas? «¡Cuidado con el sol, protéjanse!»
¿Ah sí? ¿Y quién lo dice?
Quizás los fabricantes de cremas solares, de gafas y de ropa anti-UV… con Big Pharma no muy lejos detrás.

Seamos claros: sin el sol, no hay fotosíntesis, no hay árboles, no hay flores, no hay frutas… en resumen, no hay vida.
¿Y deberíamos desconfiar de él?
Qué absurdo.

Las cremas solares son una trampa química.
Bloquean la vitamina D, dañan nuestras hormonas y llenan nuestro cuerpo de disruptores endocrinos.

El sol es valioso para todos los seres vivos.
No solo aporta energía vital, sino también alegría, buen humor y un ánimo renovado. También fortalece los huesos y alarga la vida.

De hecho, ¿no es irónico ver florecer en ciertas ciudades consultorios de “luminoterapia”?
Gente que paga por sentarse una hora frente a una lámpara que imita los rayos beneficiosos del sol.
¿No es un poco ridículo?

Otro contraste curioso: en Europa, cuanto más bronceado estás, más te valoran – señal de que tienes tiempo libre para tomar el sol.
En Asia, es al revés: el bronceado se asocia con los campesinos que trabajan en el campo, y las clases altas se protegen obsesivamente del sol para mantener la piel lo más clara posible.

Dos visiones opuestas del mismo astro, pero siempre dictadas por normas sociales absurdas.
Entonces, ¿el sol: amigo o enemigo?
Para quien conserva un mínimo de sentido común, la respuesta es obvia.

Tomando un baño de sol, no necesitas “sus suplementos caros”...


La dimensión del tiempo

Cuando uno se detiene… pero de verdad.
Cuando hace una pausa real, sin pantalla, sin ruido, sin objetivo que cumplir, ni meta que alcanzar.
Cuando respiras hondo, miras a tu alrededor y sientes tu cuerpo en el instante… algo cambia.
Es como si el tiempo, ese gran tirano invisible, decidiera de repente relajarse también.
Se calma.
Se estira.
Bosteza.
Y te susurra:
«Por fin. Ya estabas cansado de correr detrás de mí, no aguantaba más

Imagina que tienes “todo el tiempo del mundo” delante de ti…
No porque estés jubilado en una isla tailandesa con una hamaca (aunque tampoco estaría mal), sino porque recuperaste el control de ese recurso sagrado.

Porque el tiempo no se nos escapa: lo dejamos ir.
Lo perdemos a fuerza de querer “hacer”.

Los budistas enseñan en los templos para extranjeros que hay un momento en el que hay que decir: «Ya he llegado».
Y es cierto que, al repetirlo, algo cambia en nuestro cerebro, todo se calma.

A fuerza de creer que debemos ganarnos nuestro lugar aquí llenando la agenda, nos volvemos máquinas de tachar casillas.
Y corriendo detrás de minutos, horas, plazos, acabamos sin vivir ninguno de esos minutos.
Se nos escurren como el agua de una ducha demasiado caliente cuando pensamos en la reunión de las 11.

Hay relojes por todas partes.
En nuestras paredes, en los coches, microondas, móviles, muñecas.
Algunos hasta miran su smartwatch para saber si duermen bien.
Inventamos el colmo: tener prisa hasta durmiendo.

La verdad es que esa carrera está perdida desde el inicio.
No lleva a ningún lado.

Solo a más cansancio, más frustración, más “no tengo tiempo”.
Pero si no tomas tiempo para vivir, entonces… ¿para qué estás aquí?
Reaprender a no hacer nada, ese sí que es un lujo revolucionario.

Permitirse mirar una nube pasar, caminar sin objetivo, quedarse acostado sin culpa, respirar como si fuera importante (spoiler: lo es).

Recuperar la dimensión del tiempo es también recuperar la posesión de uno mismo.
No es huir del mundo. Es volver a él con más presencia.

Así que, a todos los apresurados del mundo: suelten la mochila.
Quítense el reloj.
Caminen descalzos.
Y hagan algo loco: respiren.


/
Hace unos meses me puse un pequeño reto personal (de esos que me encantan): practicar la presencia radical durante un mes.
La regla era simple: estar plenamente en el momento que vivía.
Y cada vez que me iba de ahí, darme cuenta y volver.

Fue a la vez difícil e increíblemente enriquecedor.
Descubrí hasta qué punto mi mente buscaba, casi compulsivamente, escaparse del instante.
Mi teléfono, claro, pero también mil otras salidas: el alcohol y las drogas, las compras, los gastos inútiles, la comida y sus excesos, o incluso las críticas hacia mí misma y las espirales de pensamientos negativos.
Todo un arsenal de micro-fugas de las que ya ni era consciente.

Volverme al instante era dejarme sin esos anestésicos, obligándome a enfrentar lo que había detrás: el aburrimiento, la tristeza, la rabia, todas esas emociones incómodas que había esquivado por años.
También me di cuenta de la cantidad incontable de veces – en un solo día – en que solo quería que el tiempo pasara… en lugar de vivirlo.

Pero al atravesar ese cara a cara, abrí otras puertas.
Escribí, dibujé, canté.
Caminé horas por la ciudad, solo para observarla como si fuera la primera vez.
Aprendí a entretenerme como una niña, con lo que había, alrededor.
Y sobre todo, conocí partes de mí que llevaban años esperando que las mirara al fin.

Esa experiencia me mostró que, aunque la presencia radical no pueda ser un modo de vida permanente — demasiado exigente, demasiado absoluto —, me dio una llave.
La de reintroducir más presencia en mi día a día.
Y recuperé un poco más de “posesión del tiempo”, para habitar un poco más cada minuto…

Liberar espacio, hacer el vacío

Es una vieja ley del universo, conocida desde siempre: el vacío atrae lo lleno.

El universo odia el vacío.

En cuanto hay un hueco, una grieta, una apertura, manda algo para llenarlo.
Un encuentro, una idea, una energía, un cambio inesperado.
Es su manera de decir: «Ah mira, hiciste un poco de limpieza, te voy a mandar algo nuevo

Pero aquí está el problema: lo guardamos todo.

Guardamos recuerdos, viejos dolores, ex mal digeridos, creencias caducas, ropa que no nos queda desde 2007, archivos en el escritorio que nunca abriremos… y luego nos quejamos de que nada nuevo llega.
Pues claro, compa, no hay sitio.
Es como querer plantar un rosal en una maceta ya llena de cactus secos y piedras del pasado.
Liberar espacio no es solo ordenar el armario o vaciar la bandeja de entrada (aunque eso también ayuda).
Es atreverse a hacer sitio por dentro.

Hacer el vacío emocional.
Soltarse de esos pensamientos que dan vueltas sin parar como un hámster con café.
Hacer limpieza en tus relaciones, en tus hábitos, en esos “tengo que” y “debo” que te asfixian.

Y ahí… milagro.
Pasa algo.
Un soplo.
Una claridad.
Una disponibilidad.
El universo se cuela.
Se infiltra en las grietas que abriste, con regalos casi siempre inesperados.

Pero para que funcione, hay que atreverse a no hacer nada.
Sí, lo oíste bien.
No hacer nada.
Ni meditar, ni leer, ni escribir, ni scrollear. Solo… nada.
Como un terreno en barbecho, dejado tranquilo para que la vida vuelva a brotar.

Porque, en el fondo, no es en el exceso donde uno se hace fuerte.
Es en el espacio.
En ese vacío sagrado donde, por fin, algo verdadero puede entrar.


/
No puedes evolucionar en el mismo entorno que te hizo sufrir.

Cuando le pides a la vida que te traiga algo nuevo, prepárate para hacer espacio.
¿Quieres una mejor versión de ti?
¿Nuevas oportunidades?
¿Más dinero?
¿Otra mentalidad?
Entonces prepárate para dejar un trabajo que ya no te eleva, salir de tu zona de confort para conocer a otras personas, probar lo que nunca te atreviste a hacer.

La vida siempre exige un intercambio: para recibir, tienes que soltar lo que ya no tiene lugar en tu futuro.
Y ahí es donde muchos se quedan bloqueados: quieren más, sin soltar nada a cambio.

Pensamos a menudo: “Cuando tenga, podré, y entonces seré.”
La verdad es al revés: Tú eres.
Y porque eres, tienes.
Y porque tienes, te conviertes.

Redefinir tus necesidades

¿Y si hicieras una pausa… solo para preguntarte:
¿De qué tienes realmente necesidad para ser feliz?

No lo que dice la sociedad.
Ni lo que tus padres esperaban de ti.
No, tú.
Tú, aquí, ahora.

Toma un papel.
Apunta.

¿Qué es vital para ti?
Beber, comer, dormir.
Ok, estamos de acuerdo.

¿Y después qué viene de verdad del corazón?
  1. Tener lazos humanos, conexiones reales
  2. Moverte, respirar, hacer deporte
  3. Reír con tus hijos o tus amigos
  4. Sentir que eres útil, creativo, libre
  5. Tener un gato zen en tus piernas
  6. ¿O currar 70h/semana para un Rolex? (no, ahí habla tu ego…)

¿Y todo lo demás?

¿Todos esos objetos que se amontonan en tu casa?
¿Ese sofá que casi ni se usa?
¿Esa ropa que ya no te pones?
¿Esa biblioteca llena de libros que nunca leerás?

¿Todo eso te alimenta… o te pesa?

Sé honesto: quizá ese exceso es justamente lo que te frena, lo que no te deja empezar de cero más ligero en otro sitio.

Entonces… ¿qué guardarías si empezaras desde cero?


/
La verdad, ya ni necesito zapatos para correr o andar en bici.
Sí, soy de esos locos que van casi siempre descalzos y asustan a la gente.

Desde hace casi 3 años que estoy «en la ruta» por Asia, me di cuenta de algo: necesito muy poco/casi nada para estar bien.
Mi mochila? Es mi casa en el hombro.

Contiene lo esencial:
  1. Un par de ropas para cambiar el look (rollo…)
  2. Mi mosquitera (imprescindible contra invitados no deseados),
  3. Un poco de cuerda y ganchos...
  4. Mi pc (porque bueno, hay que currar algo…)
  5. Mis cables y cargadores (obvio),
  6. Vitaminas y sales minerales para aguantar incluso después de 2h de pádel bajo el solazo.
Y ya está.
21 kilos de equipo, pesado y confirmado.
Desde hace 3 años.

Me he vuelto un ninja de la des-consumo: sin plásticos, sin compras inútiles, nada que tirar.

¿Y sabes qué? También coso.
Sí señor. Cuando un short se abre o una camiseta intenta escaparse, saco aguja e hilo y pum, arreglado.
Porque bueno, ya que vivo ligero, mejor hacerlo con estilo… y unas puntadas bien puestas.

/
Creo también, papá, que te convertiste en ese hombre con mochila porque ya viviste cien vidas antes.

Conociste el bling-bling, las casas lujosas, los coches caros, todos esos bienes materiales… y al final no te dieron felicidad.

Entonces cuestionaste todo eso, te lo preguntaste, y gracias a tu trabajo, viajar nunca fue un problema para ti.

Y eso es lo que le deseo a todo el mundo: la libertad de hacer y amar lo que quiera.

Hay videntes super sofisticadas, con uñas postizas y coche de lujo, y gente espiritual que se mete coca el finde.

Da igual: cada uno debería ser libre, sin estar encerrado en una caja. Mientras haya un respeto profundo por el otro, por la naturaleza y los animales, mucho amor, y las ganas de ser mejor persona cada día, no veo nada malo en mezclar mundos que la sociedad cree “incompatibles”.

/
Como dijo Luce, es importante recordar que no todo el mundo tiene por qué contentarse con una simple mochila.
En mi caso, a veces me dolió ver a mi padre soltar todo, sin darle realmente importancia al pasado o a la conexión afectiva con los objetos.

De niña, cambiábamos de casa casi cada año.
Los muebles, la ropa, todo seguía ese movimiento de renovación constante.
Por un lado, eso me dio una increíble capacidad de adaptación: no dependo de lo que poseo para sentirme completa.
Pero por otro, tengo un deseo: el de tener cosas que hubieran sido tuyas, papá.
Objetos traídos de tus viajes, con historias dentro, fragmentos materiales de ti, que me permitirían conocerte de otra manera que por tus palabras o actos.

Lo sé, y lo acepté: ese no eres tú.
Eres demasiado libre para poseer, demasiado en movimiento para acumular.
Y respeto profundamente esa libertad.
Pero yo elegí otro camino.
No tengo gran cosa: unas cajas guardadas en Ámsterdam.
Pero lo que contienen es valioso.
No por su valor material, sino por la memoria que mantienen viva.

Está la guitarra eléctrica firmada por Kool and the Gang, el cojín de meditación de mamá, un baobab de Madagascar, un backgammon gigante de Egipto, y algunas ropas de segunda mano que, espero, alegren a mis hijas si un día las tengo.
Esos objetos cuentan mi historia.
Conectan mis raíces con mi presente, y quizá con mi futuro.

Podría vivir sin ellos, claro.
Pero elijo guardar lo material que de verdad cuenta para mí.
Porque al final, hacer vacío no es borrar.
Es discernir.
Y para mí, esos fragmentos son tanto anclajes como tesoros.



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